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Tania Carballo González, Psicóloga

Las sociedades occidentales actuales ensalzan las virtudes de la juventud de tal forma que son numerosos los esfuerzos realizados para detener los efectos del paso del tiempo. Ejemplos de esta tendencia se observan en el continuo desarrollo de la cosmética, de los productos alimenticios, de la estética y de todo tipo de recetas “anti-aging” presentes a diario en los medios de comunicación.

Pese a esta cultura de mantenernos jóvenes eternamente, lo cierto es que el envejecimiento es un proceso universal, heterogéneo e irreversible al que estamos expuestos desde el primer minuto de nuestra existencia.  Sin embargo, lejos de prepararnos para afrontar activamente la vejez,  la mayoría de las sociedades confieren y transmiten una imagen negativa de esta etapa a la que asocian con la vulnerabilidad y la dependencia. Más allá de las limitaciones que pudiese comportar el propio envejecimiento, se mantiene la imagen de las personas mayores como pacientes de servicios médicos y sociosanitarios en lugar de como agentes activos  y protagonistas de su propia vejez.

En este caldo de cultivo, no es de extrañar que el hecho de ser consciente de que uno está envejeciendo resulte un acontecimiento estresante en sí mismo. De hecho, en España, las personas entre 45 y 54 años son las que más temen a su propio envejecimiento (el 54%) (IMSERSO, 2010). La preocupación excesiva por la ocurrencia de las pérdidas asociadas al envejecimiento tiene potenciales consecuencias emocionales negativas, además de perjudicar la calidad de vida y la salud funcional. De este modo, la interiorización de los estereotipos negativos sobre la vejez por parte de las personas a lo largo de todo el ciclo vital puede dar lugar a una auténtica profecía autocumplida.

Todo esto, pone de manifiesto la importancia del conocimiento realista sobre el envejecimiento para afrontar los acontecimientos y las posibles crisis vitales que aparezcan este periodo. De hecho, la investigación científica ha puesto de relieve que envejecer no es una cuestión de azar, sino que en cierta medida el envejecimiento activo y saludable, dependen de lo que el individuo haga. La aceptación de los cambios que conlleva envejecer ha demostrado ser la mejor estrategia para afrontar las crisis del envejecimiento, ya que éstas, pierden su estatus de crisis y se favorece la puesta en marcha de mecanismos para alcanzar el envejecimiento óptimo. Hoy por hoy, esto supone un reto dado el modelo joven en el que muchas sociedades están inmersas. Por ello, es necesario que los profesionales trabajemos en dos líneas de intervención. Por una parte, desmitificar la imagen social de la persona mayor, al menos en esa población, para que puedan empoderar y poner en marcha mecanismos de afrontamiento. Por otra parte, fomentar el afrontamiento acomodativo y aumentar el control percibido y la autoeficacia. Esto permitirá la aceptación de los cambios asociados al envejecimiento de forma normativa, sin que supongan un estrés adicional, así como la movilización de recursos entorno al envejecimiento activo y saludable.