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David Hilfiker, Watching the Lights Go Out

Ayer, tal y como dice el cliché, fue el primer día del resto de mi vida.
 
El diagnóstico de mi neurólogo me dejó completamente trastocado. A pesar de que en ningún momento dijo que estuviera seguro, yo estoy lo suficientemente familiarizado con el lenguaje médico como para saber que lo tenía bastante claro. En el primer momento, nada más recibir la noticia, tuve unos minutos de confusión pero después me di cuenta de que no estaba sorprendido en absoluto, especialmente después de no haber sido capaz de reproducir el dibujo del cubo.
 
En el fondo, una pequeña parte de mí se sintió aliviada. Por fin todos mis síntomas tenían una razón de ser. Creo que, a un nivel inconsciente, ya lo sabía. Me había librado de la incertidumbre y eso me dio una cierta paz de espíritu.
 
Sin embargo, otra parte de mí sentía como si un abismo se acabara de abrir bajo mis pies. Mi vida iba a cambiar para siempre. No había entrado en una etapa de negación: sabía exactamente lo que iba a pasar y cuál podría ser la evolución. Le hice al médico las preguntas pertinentes, fijé una cita a seis meses vista para volver de nuevo a revisión y me marché sin demostrar excesiva emotividad. 
 
Como para confirmar el diagnóstico, tratando de volver  a casa tras salir de la consulta del doctor, me perdí. En realidad, decir que estaba “perdido” quizá sea exagerar un poco, sabía aproximadamente dónde estaba y en qué dirección quería ir. En Washington, las calle que van de norte a sur están numeradas correlativamente, y las que tienen dirección este-oeste están ordenadas alfabéticamente. No debería haberme resultado tan difícil, fui y volví sin terminar de entender como funcionaba la ordenación de las calles, y no conseguí aclararme hasta que no llegue a una zona conocida, desde allí encontré el camino a casa sin ningún problema.
 
Ayer por la noche le envié un mail al doctor, principalmente para que quedara registrado por escrito lo que él pensaba, y para asegurarme de que no había malinterpretado sus palabras. ¿La enfermedad es degenerativa? ¿Es Alzheimer?
 
Como parece que suelen hacer los doctores de Kaiser (mi aseguradora médica), me respondió puntualmente esta mañana. Está prácticamente seguro de que estoy en una etapa de “transición” gradual hacia la demencia, y puesto que las pruebas radiológicas, los análisis de sangre y la exploración física no han revelado ningún otro tipo de demencia, es “más que probable” que se trate de Alzheimer. Dada la habitual renuencia de los doctores a comprometerse, a menos que las cosas estén muy claras, en este caso me estaba dando un mensaje muy claro: no hay duda alguna.
 
Ahora estoy pasando alternativamente por diferentes etapas, desde a) casi olvidarme del diagnóstico, b) de repente acordarme y c) sentirme terriblemente triste. Sin embargo, he de decir que no tengo miedo, nunca he sentido un miedo consciente a morir, en ningún momento me ha preocupado tener dolores el día de mañana. No me da miedo sufrir una enfermedad física que me deje impedido, por supuesto no la “invitaría” a quedarse a mi lado pero la mayor parte de mi vida profesional he estado rodeado de muerte y de personas en sus últimos momentos, circunstancia que me ha hecho meditar seriamente sobre el momento de mi propia muerte y la descomposición de mi cuerpo tras fallecer; así que creo que si hubiera enfermado de cáncer o con cualquier otra enfermedad física que tuviera como consecuencia final la muerte no estaría asustado, sin embargo hay que tener en cuenta que en este caso se trata de Alzheimer, que siempre se ha considerado la peor forma de marcharse. Curiosamente siento más tristeza que miedo: estoy triste porque no veré crecer a la mayoría de mis nietos, triste porque el último recuerdo que tendrá la gente de mí será el de un cuerpo incapaz de reconocer a nadie o de hablar con coherencia, y tremendamente apenado porque Marja y yo no podremos envejecer juntos y será ella la que se verá obligada a soportar la terrible carga de cuidar de mí. Esta última cuestión me lleva al borde de las lágrimas.
 
¿Qué ocurrirá con mi relación con Marja? Esto la cambiará drásticamente, seguro, y al final ella no podrá depender de mí para nada. No obstante, creo que es bastante independiente y probablemente lo llevará bien. No tengo miedo a que me abandone, pero ¿qué pasará cuando la vea depender de otros como ahora depende de mí?
 
Me entristece pesar que voy a echar sobre sus hombros el lastre de un marido con demencia, y más teniendo en cuenta que ya ha tenido que bregar durante más de veinticinco años con la incomodidad de mi depresión aguda. Me siento despreciable, incluso irresponsable, después de nada menos que veinte años de aguantar mi inestabilidad emocional, ahora también tendrá que cargar con esto. Sí, ya sé que es demasiado pronto para preocuparse por esas cosas pero, de alguna manera, es la combinación indefinida de todo ese dolor que se avecina el que me provoca esta profunda pena.