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La enfermedad de Alzheimer es la principal causa de demencia y a tenor de la limitada eficacia de los tratamientos farmacológicos actuales, existe una necesidad urgente de terapias complementarias que puedan paliar los síntomas cognitivos y conductuales, mejorando así la funcionalidad y la calidad de vida. Investigaciones recientes sugieren que la intervención cognitiva podría mejorar la cognición y la calidad de vida de los pacientes (y cuidadores) e incluso quizás ayudar a ralentizar la progresión de la enfermedad.

Intervención cognitiva es un término que engloba una plétora de enfoques cuyo objetivo es el de maximizar la cognición y la funcionalidad del paciente (para una conceptualización/explicación más detallada de estos métodos, puede consultar el siguiente artículo). Las intervenciones psicosociales, en las primeras etapas de la demencia, podrían paliar o compensar el deterioro de las funciones cognitivas, como la memoria por ejemplo, además de mejorar la funcionalidad en el día a día, aumentando así la calidad de vida, y reduciendo por tanto la sobrecarga de los cuidadores.

De hecho, reconociendo el potencial y los beneficios que ofrece la intervención cognitiva, ciertas organizaciones internacionales como el Instituto Nacional de Salud y Excelencia Clínica (NICE) del Reino Unido, recomiendan la aplicación de este tipo de terapias no farmacológicas, como la estimulación cognitiva, en pacientes con enfermedad de Alzheimer de grado leve a moderado, ya que suponen una terapia complementaria viable y con un buen coste-efectividad para las personas con demencia.

A pesar de que actualmente el número de estudios de alta calidad disponibles es pequeño, hay sin embargo prometedores hallazgos/evidencias que destacan la eficacia de aplicar desde el principio de la enfermedad, intervenciones bien diseñadas en las que se tenga en cuenta las necesidades de los pacientes y la etapa de la enfermedad en la que se encuentran  en ese momento.

Por ejemplo, Buschert y su equipo (2011) evaluaron recientemente la eficacia de una intervención multicomponente de 6 meses de duración, en la que se incluía el entrenamiento de funciones cognitivas específicas, estrategias compensatorias, promoción/activación de las actividades cotidianas y actividades recreativas físicas e intelectuales. Al término de la intervención pudieron constatar que se mejoró la cognición global y estado de ánimo de los pacientes con deterioro cognitivo leve de tipo amnésico. Sin embargo debemos tener en cuenta que pacientes con enfermedad de Alzheimer leve no mostraron una mejoría significativa.

Curiosamente, los pacientes que mostraron beneficios tras la aplicación de la intervención cognitiva también reflejaron, como se pudo medir con una FDG-PET (técnica específica de neuroimagen), una atenuación paralela del descenso del metabolismo de la glucosa en las regiones corticales afectadas por la enfermedad de Alzheimer, hecho que podría suponer una mejora de las funciones cognitivas (menos esfuerzo para realizar actividades cognitivas).

Otro ejemplo nos llega desde el Reino Unido, donde Clare y su equipo (2010) usando un abordaje de intervención cognitiva (rehabilitación cognitiva) para personas con Alzheimer, observaron un significativo aumento en los niveles de rendimiento y satisfacción con respecto a los objetivos individualmente relevantes en áreas como el cuidado de uno mismo, el ocio y la productividad.

La intervención también tuvo efectos sobre la activación del cerebro, interpretándose este hecho como una restauración de las áreas relacionadas con el aprendizaje visual del cerebro que habían visto disminuida su actividad. Ambos estudios muestran que la intervención cognitiva, como intervención complementaria al tratamiento farmacológico, podría tener un considerable impacto en la cognición del paciente y sus bases neurales.

Es importante tener en cuenta que a pesar de lo prometedores que puedan parecer estos hallazgos, se hace necesario encontrar una mayor evidencia para saber si tiene y cuál es el impacto de la intervención cognitiva en las funciones cognitivas. Parece por tanto que se justifican más estudios para aclarar estas cuestiones (¿realmente funcionan? ¿en quién funcionan? ¿presentan un buen coste-efectividad? ¿qué enfoques dan mejor resultado en cada estadio de la enfermedad? ¿cuál es la frecuencia y la duración más conveniente? ¿cuáles son los mejores instrumentos de medición para valorar los resultados? etc.)

Independientemente de lo que nos pudieran decir futuros estudios sobre la intervención cognitiva o de cualquier otra área, es importante tener en cuenta la importancia de centrarse en la calidad de vida de la persona y en la preservación de su dignidad.  Es evidente que en la enfermedad de Alzheimer hay mucho más que la propia patología en sí misma como proceso biológico y que por tanto la gente necesita ser considerada como un todo a la hora de recibir tratamiento o asistencia. Por ejemplo, (incluso) la investigación ha demostrado que altos niveles de propósito en la vida reducen el efecto de los cambios patológicos en el deterioro cognitivo  (Boyle et al., 2012). Aquí es donde los enfoques psicosociales pueden resultar útiles: tratando a la persona como un todo.

 

Jorge Alves
 
Estudiante de 3º año de doctorado (beca doctoral SFRH/BD/64457/2009 ofrecida por la Fundación para la Ciencia y Tecnologia (FCT)
Laboratorio de Neuropsicofisiología, Escuela de Psicología, Universidad de Minho, Braga, Portugal