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Rebecca Ley, The Guardian

Las comidas en la residencia de Papá son la definición por excelencia de la comida casera. Asados los domingos, tartas caseras, bizcocho a las cuatro de la tarde…. El tipo de cosas que le gustaría comer a uno si tuviera su enfermedad. Reconfortantes, reconocibles y seguras.

Sé que hay mucho escrito sobre lo crucial que resulta la nutrición para los enfermos de demencia, y lo importantes que son para el cerebro las grasas saludables. Francamente, él está más allá de todo eso. Si no se puede disfrutar del azúcar y la mantequilla en su situación, poco más queda. Ni todo el aceite de linaza del mundo provocaría ahora cambio alguno en él.

La comida de Cornualles no se puede definir más que como pesada. Té con pastas, pastel de azafrán, empanadillas… es algo así como el paseo de la fama de las grasas saturadas. Eso sin mencionar el ocasional picoteo de “truenos y relámpagos” que Papá hacía de vez en cuando, una estrambótica combinación de melaza y nata en pan marrón de la que nadie, más allá de Plymouth, parece haber oído hablar.

También dejaba traslucir sus raíces en lo que respecta a la alimentación de otras maneras, le gustaba tomar el té en la mesa a18 y siempre hacía un pausa en el trabajo para tomar su tentempié de media mañana.

Además era inflexible respecto a sus empanadas, argumentando que siempre debían servirse acompañadas de té dulce, el único momento en el que él lo tomaba azucarado. Incluso algunas veces, él mismo las preparaba a partir de una receta de su madre.

Siempre que salíamos paseo, Papá señalaba un seto cuya raíz es comestible. “Esto es la cosa más deliciosa del mundo”, decía. “La comíamos en el pueblo”.

Sin embargo nunca la desenterramos para coger un trozo y probarla, cosa que también era algo típico de Papá; para él, muchas cosas resultaban más dulces en su cabeza de lo que luego realmente eran.

Dicho todo esto, la comida que más me lo recuerda es aquella que solía preparar él mismo las noches de verano después de haber estado todo el día trabajando en su barco, construyendo una pared o trasteando en el jardín.

En esencia era la dieta de un campesino: tomates y pepinos de cosecha propia, remolacha en vinagre, queso cheddar y pan, todo bien sazonado con pimienta. ¡Adoraba la pimienta!

Comía cuidadosamente, un poquito de cada cosa en cada bocado. Le recuerdo instruyéndonos para que nosotros lo hiciéramos de la misma manera. “Pruébalo con un poco de esto, un trocito de eso otro y un pelín de aquello. Así es como se tiene que comer”.

Era más un trabajo de ensamblaje que una destreza culinaria, y ejemplificaba a la perfección su concepción de la cocina. Como muchos hombres de su edad, nunca dedicó  mucho tiempo a la cocina, sin embargo la comida es tan evocadora… sus cosas favoritas siempre me hacen recordarle. Los merengues, por ejemplo, siempre los consideró el mejor de los regalos, y durante años no pude pasar al lado de ellos en el supermercado sin que Papá se me viniera a la mente de inmediato. Así que, poco después de que ingresara en la residencia, le llevé una bolsa estos dulces que compré en una carísima delicatesen, pensando que serían una grata sorpresa y un punto de conexión. “¡Mira papá, tus favoritos!” Le dije mostrándoselos.

Él me miró sin comprender pero cogió la bolsa y se los comió todos de un tirón, tres bien grandes. Y a pesar de ser realmente cuidadoso, una tormenta de nieve de azúcar blanco cayó a partes iguales sobre su camiseta y el mantel de hule. Pero peor aún que mancharse era que no parecía disfrutarlos, o incluso reconocerlos. “¿Te han gustado Papá?” le pregunté mientras que ceremoniosamente se terminaba el último.

 “¿El qué?” dijo.

 “¡Los merengues! ¿Te han gustado?”

 “Mmm”, asintió Papá con la barbilla cubierta de azúcar glas.

Yo me levanté haciendo crujir el azúcar bajo mis pies y comencé a sacudirle el polvillo de los pasteles.