Comentarios / Añadir Comentario

Rebecca Ley, The Guardian

El único mueble que Papá tiene en su habitación de la residencia, es una gran silla de madera. Es imponente, su tamaño es el de un sillón pero está hecha de brillante madera oscura, tiene un gran reposacabezas, y reposabrazos en forma de espiral.

Puesto que las paredes están desnudas y la cama es completamente institucional, este es posiblemente el último objeto personal que Papá tiene en su entorno. Ya estaba en el pequeño apartamento donde residía poco antes de trasladarse a la residencia – y en la casa junto al mar en la que vivía antes. De hecho, desde donde que me alcanza la memoria, siempre ha estado donde él estaba. La silla del Abuelo Ley. La única reliquia que aún queda de un abuelo al que nunca conocí.

Y, como cada descripción que siempre he escuchado de aquel hombre, la silla parecía amenazadora, dura, conscientemente masculina. Al parecer, el abuelo se sentaba en ella durante horas, fumando sin cesar esos cigarrillos que algún día le matarían. A Papá no le gustaba mucho hablar de su propio padre, y apenas lo hacía. Y no es de extrañar, ya que cuando puntualmente contaba alguna historia, ésta no era nada feliz.

Una vez, Papá me contó una anécdota sobre cómo, en un momento de su vida, siendo joven, le habían ofrecido un gran chollo para comprar una propiedad, y que su padre había vetado la transacción ya que la entendía como una deslealtad. Según  Papá, la compra le habría solucionado la vida. La amarga sensación de haber perdido una gran oportunidad aun le corroía. Sin embargo es difícil saber si esto es realmente cierto.

De vez en cuando, Papá también insinuaba que su padre le había obligado a abandonar la escuela a los 14 para empezar a trabajar en la empresa familiar (un garaje). Necesitaban manos jóvenes y trabajo gratis. Una vez más, es difícil saber lo que realmente sucedió, pero ciertamente parece un poco extraño que mi padre – un hombre brillante, muy por encima de la media– no pudiera entrar en el instituto ni conseguir cualificación alguna.

Cualquiera que sea la realidad, la sensación de no haber podido tener una educación le persiguió siempre. Estaba paranoico con no ser lo suficientemente bueno, y esto se reflejaba en la música clásica, en las ganas de viajar y en el incesante deseo de ser diferente – mejor – que todos los demás. Esa es la razón por la que a mí me presionaba tanto para que sacara el máximo provecho de mis estudios, para que tuviera las oportunidades que él tuvo.

Ahora puedo ver todo eso y entiendo lo triste que es que Papá nunca tuviera la oportunidad de elegir. Todavía recuerdo muy bien la imagen unidimensional que tengo del abuelo que nunca conocí. Obviamente Papá no siguió con él, eso está más que claro. Al poco de cumplir los 20, se desligó del negocio familiar, estableciendo su propio garaje a cinco millas carretera abajo en lo que pareció ser un curioso acto de venganza al estilo de Cornualles. Pero seguramente el Abuelo Ley también debió de tener un lado bueno,  debió haber sonreído, amado a sus tres hijos, seguro hubo días en los que el sol brillaba sobre el mar y todo en el mundo estaba bien. ¿Por qué Papá habría seguido conservando aquella silla si no hubiera habido cosas que mereciera la pena recordar?

Para mí, ahora que estoy embarazada es importante pensar así. Y si bien el no poder compartir este gran acontecimiento de mi vida con mi padre es un punto de inflexión, lo realmente triste es saber que mi nuevo bebé nunca le conocerá. Igual que yo nunca conocí al Abuelo Ley. Mis hijos sólo tendrán mi versión, coloreada, como seguramente será, por mi propia perspectiva.

Sé que en mis recuerdos seré generosa con mi padre, pero aún así resulta extraño que mis hijos nunca vayan a poder conocer al verdadero hombre en toda su irascible, temperamental y festiva gloria. Todo lo que habrá de él serán fotografías a las que no se parece, escritos míos, historias contadas; en definitiva, todo cosas inanimadas, como una silla incómoda en la esquina de una habitación.