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Rebecca Ley, The Guardian

Como muchas futuras novias, yo perdí un poco la cabeza. Nunca he estado tan preocupada por los distintos tonos de blanco – o las cualidades fotográficas del satén. Mi preparación fue como una operación militar que implicaba tratamientos faciales, manicuras, pruebas de maquillaje, pesas e incluso, ocasionalmente, rayos uva. (Como ya dije, una cosa de locos).

Como un dictador benévolo, impliqué a toda mi familia en los preparativos. “Esto nos concierne a todos”, insistía mientras hacía muecas en el espejo más cercano preguntándome si debería blanquearme los dientes.

Sin embargo, aunque era evidente que no estaba siendo del todo racional, lo que yo quería decir era que deseaba que fuera un día en familia. Y obviamente eso significaba que Papá tendría un papel protagonista en todo esto.

Hasta ese momento aun no había sido diagnosticado de nada, sin embargo los preparativos de la boda coincidieron con nuestras primeras sospechas sobre su salud. El día concreto sería en septiembre de 2009, y durante las semanas precedentes cada vez se iba haciendo más evidente que algo marchaba mal.

Esto quedó patente cuando sus olvidos y desórdenes pasaron, de ser una peculiaridad de su personalidad, a convertirse el algo más serio.

En vista de aquello tuve que replantearme rápidamente mi idea sobre el padre de la novia. Papá no podría hacer un emotivo pero a la vez gracioso discurso sobre mis mejores cualidades. O pronunciar el brindis. Ni tan siquiera podría hacer un bailecito de los suyos con el que la gente seguro se partiría de risa.

Para ser justos, siempre fue tan tímido que este tipo de cosas habrían sido un mal trago para él de todos modos. Sin embargo ahora, lo que estaba claro era que si se las arregla para llevarme hasta el altar sin incidentes, ya sería  un logro en sí mismo.

Así que nos centramos en eso. Durante el ensayo mantuvo el tipo, recordando a la perfección dónde sentarse y el momento en el que tenía que levantarse. Yo cruzaba los dedos cruzados, esperando que la familiaridad del lugar – la iglesia del barrio donde crecí – ayudara al desarrollo de los acontecimientos.

El día de la boda Papá llegó temprano a casa de mamá, elegantemente vestido con su chaqué y el pelo perfectamente peinado, aunque con un aire desenfadado. Se sentó a la mesa de la cocina y se puso a zampar unos bagels acompañados de un coctel mimosa, mientras que el resto de nosotros corría enloquecido dando vueltas a su alrededor. Estaba disfrutando de verse atrapado en medio de tanta excitación, pero ya entonces era un poco como si sus reacciones estuvieran teniendo lugar detrás de un cristal.

En el coche, de camino a la iglesia, fue igual. Íbamos solo mi hermana Ellie, el conductor, Papá y yo. Las angostas carreteras de Cornualles, el mar brillando al fondo, era un momento hermoso, pero Papá estaba ajeno a todo ello. Se mostraba tan pasivo como un niño. Ni una sola vez me miro a los ojos, o apretó mi mano para tranquilizarme.

No quiero sonar autocompasiva. Teniendo en cuenta lo rápido que ha sido su deterioro desde entonces, sé lo afortunada que fui al haberlo podido tener allí desempeñando, al fin y al cabo, un papel. Pero ahora, mirando a atrás, se echaron en falta algunos pequeños detalles fundamentales, aunque el resto del mundo no pudiera verlo aún.

Fuera de la iglesia tuvimos unos instantes para estar a solas. Tengo una foto de ese preciso momento – salgo yo mirando seriamente a Papá y él, volviéndose, me mira a mí. Todo el mundo ve en ella la tierna complicidad padre-hija que yo habría querido. Pero lo que no pueden ver es lo lejos que estaban sus ojos. No obstante, su comportamiento en la ceremonia fue impecable. Me llevó con calma hacia el altar y tomó asiento. En la recepción, se sentó a mi lado custodiando una copa de champagne mientras que mi madre daba un discurso en su lugar y a él se le llenaban los ojos de lágrimas en los momentos precisos.

Más tarde, recuerdo cuánto se rió conforme avanzaba la velada. Puede que no fuera completamente él, pero estoy tan contenta que estuviera allí…