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Rebecca Ley, The Guardian

Cuando llegué, le estaban dando el desayuno a Papá en su habitación. La cuidadora le iba dando unos huevo revueltos a cucharadas mientras que sobre la mesa que tenía frente a él se enfriaba un té con leche servido en taza de plástico. “Ya sigo yo”, le dije a la chica que le ayudaba.

“OK, gracias”, dijo, después se marchó.

“Hola papá”, le saludé, inclinándome para besar su mejilla. Con el gran babero azul que le habían atado alrededor del cuello se recostó, dejando las manos inertes en su regazo. Sin embargo, momentáneamente, sus ojos dejaron traslucir un cierto reconocimiento.

“¿Qué haces?” me preguntó.

 “Nada, sólo voy a ayudarle a desayunar”, le dije, apoyándome en su cama y cogiendo la cuchara.

Esta era la primera vez que iba a la residencia yo sola y me sentía insegura sin una de mis hermanas a mi lado. Pensé que la mejor estrategia sería actuar como si lo hiciera todos los días, como si el hecho de dar de comer a mi padre fuera una simple tarea cotidiana.

Su tostada estaba cortada en tiras manejables, y el huevo estaba bastante más cocinado de lo que le hubiera gustado.

“Aquí tienes”, le dije, acercándole la cuchara con un pedazo. Papá abrió la boca, condescendiente, como un pajarito. Parecía no querer establecer contacto visual conmigo, pero masticaba y tragaba mientras, evitándome, miraba hacia la ventana.

Seguí su mirada. Fuera hacía una mañana soleada y de mucho viento, pero desde allí no era posible saberlo. En la pared, colocado de manera que no pueda romperlo por la noche, su televisión de pantalla plana permanecía encendida. Estaban echando uno de esos programas de subastas.

“¿Estás bien?” Le pregunté. Él me ignoró.

“¿Dónde está Lizzie?” dijo finalmente, irguiéndose en la cama.

No sabía qué responder. Lizzie era su madre, pero murió hace más de 20 años.

“Ella no está aquí, Papá”, le dije. “No sé dónde está”.

Se quedó satisfecho con mi respuesta, como si le hubiera dicho que acababa de salir a comprar leche, así que volvió a recostarse en su asiento. Tomé de nuevo otra cucharada, esta vez esteba demasiado llena y se le cayó la comida de la boca, quedándose las migajas en su babero.

“¡Uy, no soy demasiado buena haciendo esto!”, exclamé. “Lo siento”.

Papá me sonrió gentilmente, como si, amablemente, estuviera tolerando los terribles modales en la mesa de un extraño. Después, educadamente, tomó un bocado de su tostada.

Masticaba y masticaba, y de repente se apoderó de mí la misma sensación de ansiedad que a veces tengo con mi hijo pequeño. ¿Qué pasa si ahoga?

“Toma un sorbo de esto”, le dije, acercándole el tibio té a la boca. Tomó un sorbo y tragó. Yo aparté el pan.

“¿Estaba bueno, Papá? ¿Te ha gustado el desayuno?”, le pregunté.

“No especialmente”, refunfuñó, arrastrando las palabras como era su costumbre. Luego me miró y sonrió. Este inesperado gesto me sorprendió, y le cogí la mano.

“Tienes una cara preciosa”, me dijo.

“Gracias, Papá”, le dije riendo. Todavía necesito su aprobación, incluso ahora.

“¿Quién es ese hombre tan extraño?”, me pregunto, haciendo referencia a la televisión por primera vez.

“Ese es el presentador, Papá, no sé cómo se llama.”

“¡Qué hombre más raro! ¡Y qué gordo está!”

“¡Papá! ¡Cómo dices eso! No está nada gordo.”

“¿Dónde vives?”,  me preguntó Papá, cambiando nuevamente de tema. “¿En Londres?”

Esto era lo más sensato que me había dicho en meses. “Sí, en Londres”, le confirmé emocionada. “Vivo en Londres. ¿Recuerdas una vez que viniste a pasar unos días conmigo y cayó una nevada enorme?” Recuerdo esa visita tan claramente... Fue justo cuando estábamos empezando a sospechar que algo iba terriblemente mal. Cayó tanta nieve durante la primera noche que la ciudad amaneció completamente cubierta.

Sin embargo, sus ojos impasibles evidenciaban que no se acordaba de nada de todo aquello. El recuerdo se esos días se había borrado completamente de su mente.