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Rebecca Ley, The Guardian

Es difícil cuidar de alguien con demencia en estado avanzado. Son imprevisibles, a veces se ponen agresivos y necesitan ayuda para vestirse, comer o ir al baño. Su encanto a menudo ha desaparecido, excepto en sus esporádicos momentos de lucidez, y son un constante recordatorio de la etapa final de la vida. Para muchos de nosotros, el trabajo nos ayuda a no pensar en la fragilidad humana. Para los cuidadores de estas personas, es algo a lo que deben enfrentarse constantemente.

Es por ello que se requiere un tipo especial de persona para hacer un buen trabajo, generalmente remunerado con el salario mínimo, en estas circunstancias tan difíciles y deprimentes.

Desde que Papá enfermó, una de las cosas más importantes que he aprendido es a darme cuenta de cuántas de estas personas están ahí fuera. Lejos de la vida urbana a la que estoy acostumbrada – con gente preocupada por el precio de la vivienda, los bolsos y las primas – existe otro mundo donde, en silencio, otros hacen algo mucho más significativo. Realmente es bastante avergonzante.

Por supuesto, para algunos cuidadores esto es sólo un trabajo – uno de los más fáciles de conseguir en una zona rural pobre cuando se tiene poca cualificación. Pero para un número alentador de ellos, dedicarse al cuidado de las personas es vocacional; lo hacen tan bien, y procuran para sus pacientes tal dignidad que es verdaderamente inspirador verlos.

Mientras que, en los últimos dos años, a menudo he estado distraída, centrada solo en la última crisis de Papá, lo cierto es que he podido encontrar consuelo en las cualidades que ofrecen estos cuidadores natos. La primera y más importante, es su amabilidad. Parece algo obvio, pero algunas personas realmente tienen un encanto especial. Te calman y calman a tu pobre familiar enfermo de demencia. Al final, todo el mundo se siente aliviado de poder tomarse un respiro.

De entre todas las virtudes, el entusiasmo queda en un segundo plano. La vida en una residencia para la demencia no es muy excitante, eso es seguro, así que la capacidad para enfrentarse a  esos largos y tediosos días con una sonrisa, es admirable. Nunca olvidaré la tarde en que fui a visitar a Papá y  una de sus cuidadoras puso en la tele del salón principal Resacón en las Vegas para que la viéramos todos juntos.

La sola imagen de un cuarto lleno de pacientes de demencia decaídos, viendo una película en la que se narran las desventuras que una serie de borrachos viven en Las Vegas era, cuanto menos, incongruente. Seguramente ninguno de ellos entendía absolutamente nada lo que estaba pasando, sin embargo ella se sentó con nosotros y comenzó a partirse de risa, llenando así la habitación de vida.

Otra de las cosas que he constatado es que los cuidadores realmente buenos hacen que todo parezca normal. Ante una situación de declive terminal, la tarea de hacer cada día felizmente no reseñable es un regalo.

El miedo consigue eclipsar la alegría de los pequeños placeres de la vida: una taza de té, un trozo de pastel, las buenas canciones de la radio, un cotilleo jugoso… Y algunos cuidadores están realmente capacitados para alejarlo. También es importante la compostura. Cuando alguien esta perdiendo, lenta pero inexorablemente, el control de su vejiga y esfínteres, con los consiguientes accidentes y la vergüenza que esto conlleva, una cierta sangre fría nunca viene mal.

También he podido comprobar que los mejores cuidadores de Papá demuestran una gran flexibilidad. Son capaces de recoger todas las palabras y frases inconexas que les dicen, para después transformarlas en una especie de conversación. Se complacen con sus elogios y se muestran realmente interesados en sus extrañas afirmaciones.

Además son táctiles. No rehúyen sus abrazos ni se acobardan cuando les quiere acariciar la cara. No le niegan esa necesidad humana fundamental de tocar a otra persona, y haciendo esto le dignifican.

Es precisamente ese hilo de humanidad lo que un cuidador especializado ayuda a conservar. Los enfermos de demencia son al fin y al cabo personas, como usted o como yo. Lo que les ocurre a ellos nos podría suceder a cualquiera de nosotros, y si nos llegara a pasar, seguro que nos gustaría que alguien nos cogiera la mano.