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Rebecca Ley, The Guardian

No he ido a ver a Papá desde Navidades, y me siento culpable por ello, he llegado hasta el punto de que, en los momentos de tranquilidad, me he encontrado a mi misma haciendo una lista mental de las razones.

Estoy liada con el trabajo. Tengo náuseas. La perspectiva de enfrentarme a un viaje de siete horas con una niña revoltosa pidiendo constante chucherías y a Peppa Pig, hace que se me caiga el alma a los pies. Y además, es difícil saber lo que realmente significa ahora para él que vaya a visitarle.

Pero sé que se trata de excusas. La verdadera razón por la que he dejado de ir a verle hace un par de meses, es porque se me hace muy duro. Sólo el hecho de pensarlo me hace sentir incómoda y me provoca una aterradora sensación de vacío que prefiero ignorar y olvidar con mi rutina diaria.

Aun así nunca lo consigo del todo. Las varas de narcisos que tengo en la mesa de la cocina me hacen pensar de él. A Papá le encantaba ir hasta la cala para coger narcisos en esta época del año, y siempre volvía con los brazos llenos de diferentes variedades de estas flores: narcisos blancos, amarillos y rosa claro.

Hemos reservado las vacaciones, y sé que le hubiera encantado saberlo. Además siempre están los “papasuntos” que hay que atender como si de un macizo de flores tratase.

Todos los días hay algo que me recuerda a él y es entonces cuando el aguijonazo de la culpa se agudiza. Deberías hacer más, me susurra. ¿Qué clase de hija eres?

Creo que al principio de entrar en la residencia, ir a visitarle era como una especie de novedad. Rozando lo terrorífico a veces, algo que sin duda alguna te ponía a prueba, pero nuevo. Me sentía como si fuera capaz de adaptarme a cada diferente situación, como si fuera una circunstancia por la que había que pasar ineludiblemente.

Pero desde que se recuperó de su más reciente microinfarto cerebral, la situación está estancada. Por supuesto, esto podría cambiar en cualquier momento, pero mientras tanto lo único que podemos hacer es seguir adelante.

Y, en cierto modo, eso es aún más difícil. Cuando hay un equilibrio provisional, como ocurre en este momento, me resulta mucho más sencillo sacar a Papá la lista de prioridades para continuar enérgicamente con la vida, usando la distancia que hay entre nosotros como excusa.

Mis dos hermanas pequeñas no tienen ese lujo. Ellas viven en Cornualles, por lo que le visitan semanalmente. Sin embargo, ir más a menudo no lo hace más fácil.

Todo esto me hace sentir mal, demasiado mal, así que ayer llamé a su residencia para tratar de sentir que estaba haciendo algo, a pesar de estar a 300 millas de distancia.

Desde el momento en lo hice, sabía que era para calmar mi conciencia, que si hubiera habido algún cambio en su situación, ya lo sabría.

Aun así llamé. “Llamo solo para saber cómo está Peter Ley”, le dije a la enfermera.

“Está bien”, respondió sin rodeos. “Sigue igual”.

“¿Igual?” repetí, preguntándome de nuevo qué era lo que estaba haciendo.

“Durmió hasta tarde esta mañana y se tomó la medicación a eso del mediodía. Últimamente está bastante somnoliento”, dijo.

“¿De verdad?” dije. Papá no era nada dormilón, y nunca se quedaba en la cama hasta tarde.

“El martes tuvimos que sacarle sangre para comprobar sus niveles de warfarina”, dijo la enfermera, haciendo alarde de sus conocimientos. “Y su  INR (International Normalized Ratio) era de seis así que se la hemos suspendido.

“Muy bien”, le respondí, sin terminar de entender qué significaba aquello.

“No tiene buenas venas el pobre”, dijo riendo. “Nunca es fácil sacarle sangre”.

“¿Y su diente?” pregunté, haciendo referencia al último de los problemas que había tenido.

“Parece que está bien. No le duele”, dijo. “Y todavía seguimos utilizando los cubiertos  de plástico”.

“Genial... bueno, gracias por ponerme al día”, dije, colgando después el teléfono. Fue tan poco esclarecedor como me imaginaba. Sin embargo, curiosamente, hizo que me sintiera un poco más cerca de él.