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Rebecca Ley, The Guardian

Esta fotografía fue tomada en un tren, en algún lugar de la India, en las primeras semanas de 1988. Mi padre estaba moreno, posa con su cara para las fotos y me rodea los hombros con su brazo. Mis dos hermanas están enfrente, sonriendo a mi madre mientras toma la fotografía. Detrás de nosotros está la ventana abierta del tren desde la que se ve una soleada colina, indiscutiblemente muy poco inglesa.

Me encanta esa instantánea. Me recuerda a mi familia en su momento más feliz.

Y si ahora, algunas veces, la realidad de mi padre, atormentada por la demencia, es difícil de soportar, esto ayuda a mirarlo y recordar cómo era. Los mejores momentos de papá siempre fueron cuando estaba viajando, y esto nunca fue más cierto que en ese viaje a la India.

Para mis intrépidos padres, ésta fue la más exitosa realización de sus ansias por conocer mundo. Nos sacaron de la escuela durante tres meses para seguir un audaz itinerario a través del subcontinente. Goa, durante tres semanas en Navidades, para empezar, luego bajamos hasta Hampi para ver los templos de canto, seguimos hasta Kerala y subimos a Chennai antes de iniciar el camino de vuelta a Mumbai.

 

Rebecca Ley (izquierda) con su padre y sus dos hermanas en un tren en la India en 1988.

 

Se podría pensar en esto como una hazaña nada desdeñable, con tres hijos de nueve, siete y cuatro años. Sin duda eran metódicos con los detalles: antimaláricos religiosamente, un caro filtro de agua y cinturones de viaje ocultos para los objetos de valor.

Así pues, la planificación dio sus frutos. Desde el principio, todo en aquellas vacaciones encajó a la perfección. Llegamos a Benaulim al alba, después de un largo vuelo y un último tramo en autocar. Lo que vimos nos dejó sin aliento – un arco perfecto de arena, bordeado de cocoteros. La playa perfecta con la que uno siempre ha soñado.

Cada recuerdo de nuestros días allí es bueno. La familia nadando en el mar, cálido y transparente. Los panqueques de plátano de uno de los cafés de la playa que se elevaban sobre tarimas y se unían entre ellos con hileras de luces de colores. Un día de Navidad tropical. La esencia de las lámparas antimosquitos encendidas al anochecer. Sandía comprada en la playa a una vendedora ambulante llamada Anya, que llevaba la fruta en una canasta sobre la cabeza y tenía un pendiente de oro en la nariz…

No recuerdo haber visto nunca a papá más feliz. No sólo en Goa, donde empezamos, sino durante todo el resto del viaje. Adoraba tener a su familia alrededor todo el tiempo y disfrutaba sobremanera de lo excitante que resultaba lo desconocido.

Cada mañana, ayudado por una montaña de libros de texto prestados, nos daba clase para que no nos retrasáramos en la escuela. Cada noche, antes de que nos fuéramos a dormir, salía a patrullar por todas y cada una de las habitaciones del hotel donde estábamos, vigilando que no hubiera cucarachas.

Siempre había alguna. Al estilo de papá, el viaje al completo se hizo de la manera más económica posible. Los hoteles eran de lo más básico, y siempre utilizábamos el transporte público, papá luchaba a su manera en los autobuses, haciéndose hueco delante de nosotros para asegurarnos asiento. Sin embargo esto no importaba lo más mínimo, habíamos vivido un montón de experiencias que iban a conformar un código familiar para los años venideros.

Estaban las gambas del Leopold, un restaurante de Mumbai, con el que siempre compararíamos cualquier otra comida de restaurante. Estaba Madumalai, nombre con el que bautizamos al elefante en el que paseamos por el Parque nacional, y cuyo nombre siempre podía conjurar la emoción que se sentía al atravesar la selva a 10 pies del suelo mecidos por su vaivén. Y estaba Broadlands, el hostal donde nos alojamos en Chennai, que parecía tener sólo un patio, y luego resulto que tenía una docena más de ellos en su interior, como un conjunto de cajas chinas. Durante años, fue nuestro ideal en la familia de un lugar mágico. Me gusta pensar en papá como si estuviera allí, en una noche de verano, cerveza en mano, sonriendo.