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Rebecca Ley, The Guardian

La segunda visita que hice a Papá durante las Navidades fue mucho menos halagüeña que la primera. Era 26 de diciembre, nuestro Boxing Day (tradicional día de los aguinaldos en Reino Unido), pero la decoración de la residencia ya estaba de capa caída. Y esta vez, en lugar de encontrarle perfectamente afeitado y sentado en la sala principal, nos dijeron a mi esposo y a mí que Papá todavía estaba en su dormitorio.

Caminé por el pasillo llena de ansiedad. Su dormitorio me asusta; mientras que muchos de los residentes tienen habitaciones acogedoras, personalizadas por sus familias con fotografías, lámparas y cojines, la de Papá es un espacio institucional y estéril.

No es que no lo hayamos intentado. Nada más trasladarse allí, mi madre y mis hermanas llevaron fotos y le colgaron una televisión en la pared. Pero todo esto no duró mucho tiempo. El hábito de Papá de destruir cosas por la noche implica que nada sea seguro. Ahora sólo hay un soporte vacío donde estaba la TV, y las paredes están completamente vacías, a excepción de los agujeros  y una extraña mancha inidentificable.

En el centro de la habitación está la cama, una de esas camas de hospital con barreras para evitar las caídas. Esta vez estaba echado allí, con la cabeza girada hacia la ventana y su torso desnudo, apenas cubierto con la sábana.

“¡Papá!” le dije, inclinándome para besar su mejilla. Me miró con absoluta incomprensión y volvió a centrase de nuevo en la ventana, arrebujándose en las sabanas.

No parecía estar cómodo, su cuerpo retorcido le hacía parecer un juguete roto, y me quedé conmocionada de lo delgado que estaba. Eran las 11 de la mañana, pero se le veía somnoliento, incapaz de centrarse.

“¿Será la medicación?” le dije a mi marido, que estaba detrás de mí, inexpresivo, con las manos en los bolsillos. Sé, que desde su empeoramiento, a Papá le estaban poniendo parches de morfina, pero la última vez que estuve aquí no parecían atontarle tanto.

“¿Qué pasa ahí fuera?” preguntó Papá, señalando hacia la ventana que da al “jardín” de los residentes, un patio de cemento con bancos. “No sé”, respondí, siguiendo su mirada hacia una pared empedrada donde no había nada que ver.

Una de sus cuidadoras entró toda atareada. Era una chica risueña con un marcado acento de Cornualles, que saludó a Papá, “¿Qué tal va todo, Peter?”,  a lo que él respondió automáticamente, “Todo bien”.

Se volvió hacia mí, y mirándome con ternura me dijo: “Aún no está listo, así que vamos a prepararle ahora mismo...” Entró otra mujer y juntas comenzaron a hacer la cama.

En cuanto empezaron a mover las sábanas, me llegó el olor y pude darme cuenta de que su cama estaba empapada. “Vamos a tener que cambiar estas sábanas”, le dijo a su compañera.

“Creo que esperaremos fuera”, les comenté arrastrando a mi marido hacia fuera en dirección al vestíbulo. Aunque este deseo me haga sentir culpable, me habría gustado llegar media hora más tarde para encontrarme así con la versión recién lavada de la realidad.

Una vez que terminaron, Papá estaba un poco más presentable. Entró otra cuidadora con su desayuno– un sándwich de mermelada y un té con leche en vaso de plástico. “Yo se lo daré”, le dije, y ella, antes de irse, me ofreció un par de guantes desechables.

El sándwich se rompía fácilmente en mis dedos enfundados mientras yo lo iba partiendo en pequeños bocados. Al menos Papá estaba comiendo alimentos sólidos, aunque realmente esto no necesitaba masticarlo. Iba comiendo sin protestar, pero era un proceso lento y luchaba por mantener la cabeza erguida.

Esta vez sí que se notaba lo paralizado que había quedado tras su último episodio. En ese momento, pensando que seguramente no podría caminar correctamente o soportar su propio peso siquiera, el horror de estar atrapado en esa sala, atrapado en su cabeza, me golpeó de nuevo.

¿Cuánto sufrimiento más puede soportar una persona? Eso es lo que no puedo comprender. Sin embargo, sé por otros que tienen familiares en la misma situación, que cosas pueden incluso empeorar.