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Rebecca Ley, The Guardian

Como estoy esperando un bebé, a veces me gusta preguntarle a mi madre sobre mi propio nacimiento. En principio es porque estoy considerando diferentes opciones para el parto, pero en realidad es porque el reconfortante solipsismo me hace sentir como una niña pequeña. También hace que me sienta más cerca de Papá. En estos momentos siento que mis recuerdos de él antes de su enfermedad se están debilitando, y son los de la miseria de su realidad actual los que se imponen con más fuerza. Es como si se estuviera desvaneciendo ante mis propios ojos, así que el hecho de oír las mismas historias que he escuchado tantas veces antes, me ayuda en cierta forma a volver a recomponerlo.

Mi madre me tuvo en la casa junto al mar donde vivían, a diez kilómetros, bajando por los más tortuosos caminos, de la ciudad más cercana. Definitivamente no es el lugar en el que a mí me gustaría dar a luz, pero ella estaba decidida, completamente segura de que todo iría bien, y así fue. Estuvo atendida por una comadrona que la ayudo durante todo el proceso y que luego me lavó en el lavabo del dormitorio.

Pero parece ser que cuando Mamá se puso de parto, Papá decidió que era el momento perfecto para pulir la madera que cubría las paredes de su sala de estar. Estaba tan fuera de sí, que necesitaba entretenerse haciendo algo, así que se puso a pulir como un loco, arriba y abajo, en mitad de la noche, hasta que yo llegué. Mamá adora esta historia. Siempre que la cuenta se le dibuja una sonrisa en la cara, dejando patente lo felices que eran en ese momento. “Siempre os ha querido tanto a todas sus niñas…”, solía decir. “Cuando eras pequeñita, al volver del trabajo solía llevarte hasta el valle para pasear e iba charlando contigo todo el camino”.

Ella aun vive en esa casa donde nací, pero para mí siempre será de los dos. Es cierto que al principio solo era de ella, una casa de vacaciones que compró durante su primer matrimonio cuando vivía en Londres y Papá solo era ese hombre que dirigía el garaje que había en la parte alta de la carretera.

Sin embargo, con el tiempo se convirtió en un proyecto conjunto, albergando un simbolismo para cada uno de ellos que a veces parecía significar tanto como la otra persona. Ni pensar en una tercera persona en el matrimonio, para ellos esa figura la ocupaba una construcción.

En sí mismo, el edificio no resulta especialmente impresionante, es una casa de campo de los años 30 con pequeñas ventanas en sus paredes de granito. Sin embargo, su ubicación es otra cosa, está situada en la esquina de una cala, mirando al mar, y creo que, aunque no de la misma manera, para ambos simbolizaba la libertad.

En la lengua de Cornualles, su nombre significa “pozo de agua de manantial” y cuando yo tenía ocho años, Papá encontró el epónimo manantial en el jardín trasero, escondido tras un manzano. Fiel a su estilo, estaba emocionado ante la posibilidad de tener agua gratis e inmediatamente construyó un sistema para que pudiéramos usarla, mientras elucubraba sobre cómo boicotear a la Compañía del agua.

El colector agua que hay en el jardín trasero, y que mi madre todavía utiliza, aun sigue ahí como evidencia de su influencia. Pero Papá también está en el anexo que construyó, completado con un invernadero hecho con un pedazo de la teca que un día vio flotando en el mar y que remolcó hasta la orilla.

Está en el garaje de dos plazas construido con el mismo granito de la casa. Y en los setos que dividen el jardín, y con los que tanto se agobiaba tratando  de librar una batalla constante con la ardiente brisa marina. Todas las mañanas salía en bata y se pasaba media hora regándolos, sin embargo durante años estuvieron atrofiados y malogrados. Curiosamente, parece que han prosperado desde que se enfermó y dejó de preocuparse por ellos, ahora están altos y cubren la estructura donde está plantada la fruta, el huerto y su amado invernadero, como él siempre quiso.