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Rebecca Ley, The Guardian

Es lunes de Pascua cuando mi hermana y yo nos decidimos finalmente a ir a ver a Papá.  Es un día engañoso, está soleado, pero hace un frío cortante. Tomamos chocolate, porque eso es lo que se hace en Semana Santa – no un huevo, sino una oveja. Pensé que parecía más manejable de comer, pero su dibujo, su estúpida cara sobre el envoltorio me irrita.

“Está abajo en su habitación”, nos dijo la trabajadora mientras firmábamos en el libro de visitas. Introdujo en código de seguridad de la puerta y nos deja entrar. “Estaba un poco agitado, por lo que le llevamos allí un rato”.

Ahora sé que “agitado” es un eufemismo de agresivo. Papá se ha calmado mucho desde que se acostumbró al lugar y le regularon la medicación, pero claramente aún tiene la capacidad de causar problemas.

Andamos por el pasillo hasta su habitación. Está de pie delante de la puerta que da acceso. Da la sensación de ser reconfortante como una puerta de jardín, y tiene el objetivo de dar a los mayores algo de sentido de autonomía. Pero, como todo lo demás, tiene otra función. Las puertas encierran a los residentes en sus habitaciones cuando se ponen conflictivos.

Papá tiene un aspecto espantoso. Nunca le había visto tan mal. El virus le ha dejado más delgado que nunca, como si solo fuese un envoltorio. Lleva puesta su habitual ropa deportiva sin sentido: pantalones de correr y un polo. Sus brazos están cubiertos con pequeñas salpicaduras blancas y rojas. Sé que probablemente son solo efectos derivados de su medicamento anticoagulante – se le quedan marcas como a un melocotón al más pequeño golpe – pero no por esto es menos angustioso. Claramente está a medias de su aseo: tiene el pelo alborotado y las uñas de los dedos largas.

“Muy bien Peter”, dice la trabajadora. “Han venido tus chicas a verte”.

Yo sonrío, pero Papá nos mira sin ninguna expresión en la cara. Me siento abrumada – es posiblemente la primera vez que no muestra ni siquiera un parpadeo de familiaridad – pero no así mi hermana. Ella se lanza a abrir la puerta y le besa en la mejilla. “Hola Pwops,” le dice. “Feliz Semana Santa”.

Me di cuenta de que también debía besar a Papá, pero no quería. Me inclino hacia él, luchando contra mis reticencias. Su mejilla es tan suave como una fruta mohosa y no huele bien.

“Vamos arriba, a la sala de estar a por una taza de té,” dice Ellie rápidamente, cogiéndole del brazo. Una vez más, estoy impresionada de cómo es con él – firme, imperturbable. Me apresuro para unirme a su paso.

Dejamos a Papá en una silla con brazos en el mirador, donde la alfombra está a cuadros debido al sol y puede ver los narcisos cabecear locamente gracias al viento. Aún no ha mostrado ninguna señal de reconocimiento y miro a Ellie, riendo nerviosa. “Dale algo de chocolate” me dice, y desenvuelve la oveja, con su exasperante sonrisa de chocolate.

Papá se lanza a por ello de forma instintiva y empieza a comer. Pero es un doloroso y lento progreso. Ahora solo tiene un implante, a la derecha de su boca, por lo que se dedica a ablandarlo hasta que desaparece. Lo hace con una desalentadora determinación. No hay ni un solo indicio de que esté disfrutando – bastante es que sepa qué hacer con el chocolate, y que lo haga.

“¿Está bueno, Papá?” pregunto, sonriendo de nuevo. “¿Eh?” dice Papá, en blanco. Después,, “Sangrante, sangrante…” deja el chocolate para sacudir su puño frente a otro residente. Otro viejete atado a una silla, que parece que difícilmente pueda estar de pie, y mucho menos tomar represalias. Detrás de nosotros, una radio toca bajito a las Spice Girls.

“Está bien Papá,” dice Ellie. “Cálmate. No te preocupes. Mira, aquí hay una taza de té, ¿te ayudamos a tomar un poco?”

Papá se hunde en su asiento y acepta su ayuda. Yo observo la paciencia de mi hermana, su expresión contenida, y me pregunto cuándo exactamente fue que crecimos.