Comentarios / Añadir Comentario

Rebecca Ley, The Guardian

Durante esta visita a la residencia de Papá me dijeron que estaba “dando un paseo”. Le encontré al final del pasillo que lleva a las habitaciones de los residentes. Está de pie, murmurando y moviendo sus manos por las paredes, como si estuviese intentando leer algo con sus yemas.
 
“¡Papá!” le dije, extendiendo los brazos. Esta vez estoy lista para la impresión que me va a causar su apariencia, dispuesta a estar calmada y alegre.
Sus ojos parecen brillar. “Ah,” dice. “Has vuelto”.
 
Suspiro aliviada. Más que eso, me reconoce de nuevo. No lo suficiente como para saber mi nombre, o cosas de esas, pero al menos no es la terrorífica nada de la última vez que le visité.
 
Sin embargo, este pequeño parpadea al comienzo de la visita es todo lo que voy a conseguir. Después de eso, Papá parece no reconocerme en absoluto. Peor, parece que directamente le desagrado.
 
Todo lo que quiere hacer es pasear arriba y abajo por el pasillo, acariciando las paredes. Sus cuidadores me dejan ahí y le siguen a todas partes – abajo a la sala de estar, y de nuevo arriba.
 
Intento que se siente cogiéndole del codo, prometiéndole una taza de té y unas galletas., pero Papá me zarandea con furia. “¡Quítate!” dice, amenazante, antes de darme la espalda y volver a su rutina de Forrest Gump. Me siento un poco idiota yendo detrás de él. En mi abrigo elegante, el pelo arreglado y sonrisa fija, ¿qué estoy haciendo?
 
Como si se diese cuenta de lo superflua que estoy siendo, Papá frunce el ceño con furia cada vez que me mira. De hecho, está más agresivo de lo que yo haya visto nunca desde que enfermó. Incluso ha llegado a golpearme en la cara. No es difícil esquivar su temblorosa mano, no hay una amenaza real, pero aun así es perturbador.
 
“¿Todo bien?” Pregunta una trabajadora de la residencia de forma monótona. Estás entada ayudando a otro anciano a comer una galleta. 
“Sí,” contesto, con una risa nerviosa, poniéndome roja como si hubiese cometido una terrible metedura de pata. Mi padre con demencia parece odiarme, y mi reacción es sentirme avergonzada socialmente. “Tú, Monkeynuts!” gruñe Papá, antes de darse la vuelta para marcharse. Es una expresión que usaba para dirigirse a nosotras de forma afectuosa, pero en esta ocasión era un insulto. Se aleja para intentar abrir una puerta que está cerrada. La empuja, mirando a través del cristal, cuando una de las enfermeras, Sue, llega.
 
Sue es una de ese tipo de personas de las que no sueles conocer muchas a lo largo de tu vida. Irradia bondad por cada poro de su piel. Me ha tomado un tiempo conocer a los trabajadores, aprenderme sus nombres, pero ahora siempre espero que sea Sue la que descuelga el teléfono cada vez que llamo. Te hace sentir que todo va a ir bien, en gran contradicción con la evidencia.
 
“Tu padre está un poco alterado ¿no?” pregunta.
“Eso diría yo…” digo. “¿Ha estado así desde hace tiempo?
“Bueno, hemos tenido que cambiar su medicación justo antes de Semana Santa” dice Sue. “Han tenido que suprimirle su dosis habitual de estabilizador del estado de ánimo, así que no lo ha tomado.”
 
“Eso explica muchas cosas” digo, mirando a Papá. “Estamos clasificándolo” dice Sue. Sonríe, con sus amables ojos llenos de luz. “Así que ven y búscame si tienes alguna otra pregunta.”
“Gracias” digo. Mientras se aleja deprisa, no puedo evitar sentirme abandonada. No puedo hacer otra cosa que regresar con Papá, unirme temporalmente a él en su viaje a ninguna parte.