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Rebecca Ley, The Guardian

Esta será la primera Navidad que Papá pase en la residencia. Es como un paso más, no deseado, en la progresión de su enfermedad, algo que no tiene vuelta atrás una vez que ha sucedido.

Aunque estoy segura de que las fiestas en su residencia serán muy cálidas, con sus gorros de papel, sus villancicos y sus pasteles de carne, la idea de que tenga que pasar la Navidad separado del resto de la familia parece antinatural.

He de reconocer que hace un par de años, cuando todavía vivía en su propia casa pero ya con cuidados a tiempo completo, tampoco fue fácil. La cuestión sobre cómo hacer a Papá partícipe del día de Navidad sin dejar que se viera dominado por la confusión y la paranoia, fue una fuente constante de debate. Creo que en ambas ocasiones, en lugar de pasar todo el día con él, le vimos durante un par de horas y luego volvió de nuevo con sus cuidadores. Papá estaba tan desorientado que era la única forma de garantizar algo parecido a una Navidad normal para todos los demás. Y eso que todavía, por aquel entonces, la intención de todos era intentar preservar en cierta medida su independencia; de preguntarle qué quería hacer y tratar de ofrecerle diferentes opciones.

Tales lujos ahora son cosa del pasado. El día de Papá será impuesto – amablemente y con  suma previsión, estoy segura – por otros.  No podrá opinar a este respecto más de lo que lo hará mi hija pequeña. Tal vez menos.

Mientras que probablemente le vayamos a visitar el día anterior y posterior, el propio día de Navidad nos quedaremos en casa. Después de mucho pensar, parece la mejor solución ya que la residencia está a casi una hora en coche. Como siempre, se trata de encontrar un equilibrio entre estar allí por Papá y la vida normal por la que luchamos. Esta misma situación es la vive cualquier persona que tenga un familiar afectado por la demencia. ¿Cómo hacer lo mejor para ellos conservando en cierta medida la normalidad? La época del año sólo hace el problema más difícil si cabe, y la vida pasa a convertirse en una decisión continua.

Una cosa es segura: Papá estará en nuestras mentes, aunque tengamos una Navidad paralela a la suya. Él estará allí, en los cócteles Buck's fizz  y en el salmón ahumado que tomaremos para desayunar, en el enorme pavo que él habría trinchado, en el vino que habría escanciado, y en la película cutre que se habría puesto para ver repantingado en el sofá una vez terminada la fiesta.

A Papá le encantaba comprarnos regalos y podía ser sorprendentemente excéntrico en sus elecciones. Le recuerdo luchando por el camino del jardín con un maniquí que me había comprado como regalo en una tienda vintage cuando tenía unos 12 años. Medía por lo menos 6 pies de alto, tenía los ojos maquillados con sombra azul y una vacía mirada beatífica. Nada más verlo me sentí aterrorizada, pero Papá estaba absolutamente encantado con su regalo y no paraba de reír emocionadísimo.

Su especial visión quedaba también plasmada en nuestro árbol de Navidad. Papá insistía en que era una tradición de Cornualles tener un arbusto de acebo en lugar de un abeto. Así que cada año subíamos por el valle hasta un pequeño bosquecillo, donde, en un rincón secreto, crecía un acebo gigante. Papá cortaba grandes ramas, que luego ensamblaría en forma de árbol cuando llegara a casa.

Siempre quedaba impresionante, con las guirnaldas de luces ubicadas entre las hojas y sus propios frutos rojos como decoración. Sin embargo, engalanarlo era una pesadilla. Cada adorno añadido venía con el riesgo de tener un espinoso encuentro. El año pasado estaba demasiado mal como para seguir la tradición, así que le compramos un árbol de plástico blanco en B&Q – supuestamente más seguro y más fácil de limpiar después, que uno de verdad.

Incluso en las garras de la demencia, consideró esta decisión como una broma de mal gusto – “¿Qué es eso? Esto es no un árbol de Navidad”. Y la verdad es que mirando sus pálidas e indestructibles ramas, yo misma no podía estar más de acuerdo.