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Rebecca Ley, The Guardian

 

Poco antes de Navidad, Papá dio un giro a peor. Mientras el resto de nosotros estaba estresado con los regalos, planes de viaje y alojamientos, calladamente él tuvo uno de los microinfartos que están vinculados a su deterior. En su cabeza explotó una estrella para después se apagarse, dejando otro enorme agujero en su cosmos mental.

“Papá no está bien”, me dijo mi madre por teléfono. “No puede andar ni comer. Debe haber tenido otro de sus episodios pero...está fatal”.

Mi madre es doctora, y no es nada propensa a la exageración. Si ella dice que alguien está muy mal, eso significa que se encuentra en un estado terrible. En la familia hemos bromeado muchas veces con que tendríamos que acudir a ella con un muñón ensangrentado para despertarle alguna compasión, así que siempre da que pensar oírla inquieta. “¿Debería ir cuanto antes?” le pregunté, puesto que yo ya tenía planes para ir a visitarle en unos días.

“Todavía no”, dijo mamá. “Te mantendré informada”. Hizo una pausa y añadió con la voz rota: “Es extraño, porque ya hace años lo perdimos. Pero sigue siendo tan difícil...”

Eso mismo estaba pensando yo desde que comenzamos la conversación. Aún no estoy preparada para esto, Papá. Todavía no. A pesar de que el hecho de recuperar al padre que conocí es tan imposible como volver al pasado, la idea de que él no esté aquí me resulta del todo inconcebible.

Nos gusta pensar que, de algún modo trascendente, nuestras mentes están separadas de nuestros cuerpos, pero la enfermedad de Papá me ha demostrado lo vana que es esta esperanza. Nuestras personalidades son sólo un montón de carne, y un enorme conjunto de neuronas, células y sinapsis. Resulta reconfortante que el cuerpo de Papá aún siga aquí, a pesar de que haya sido despojado su carácter. Una parte de él todavía existe, y dispuestos a elegir entre esto y la nada, sinceramente, esto es mucho mejor.

Pasé la noche acurrucada, temiéndome lo peor. Pero Papá se repuso. Al día siguiente, mamá me llamó para decirme que estaba un poco mejor y al otro día igual. Finalmente decidí continuar con mi plan original.

No me encontré ante mi padre hasta el viernes antes de Navidad. Teniendo en cuenta el susto que nos había dado a todos, su apariencia resultaba increíble. Papá siempre tenía la capacidad de sorprender y la ha conservado a pesar de su enfermedad. Estaba sentado en la sala de día, con una camisa limpia y su pelo recién cortado.

Sí, se le veía más delgado, pero todavía pude ver un atisbo de reconocimiento en sus ojos cuando me senté a su lado. No está mucho peor de lo que ya estaba, pensé dejando escapar un suspiro de alivio. Una cuidadora trajo un tazón con cereales Weetabix remojados y empecé a dárselo a cucharadas, parloteando sin parar, temerosa del silencio.

Se acercó un enfermero y la cara de Papá se ilumino mientras extendía su mano.

“Nos dio un buen susto”, dijo el enfermero, Alborotándole cariñosamente el pelo a Papá.

“Lo sé, así parece”, respondí. “¿Cómo está?”

“Está mucho mejor que antes”, dijo el enfermero pausadamente.

“Esta es mi hija”, dijo Papá alegremente. No pude evitar sorprenderme – hacía ya tiempo que no plasmaba con palabras tal pensamiento. “Lo sé”, respondió el enfermero. “¿Y cómo se llama?”

“Mmm... ¿Peter?” contestó Papá, diciendo esperanzadamente su propio nombre.

“Muy bien, Papá”, le dije, pero por dentro estaba superemocionada de que todavía pudiera seguir una conversación entera.

Sin embargo, justo después me asaltaron un montón de dudas. No le había visto de pie en ningún momento – obviamente le habían llevado en silla de ruedas hasta el sillón. ¿Signifiaba eso que ya no podía caminar? ¿Y sólo podía comer papillas líquidas?

Tuve que esperar hasta mi segunda visita, pasadas ya las Navidades, para que algunas de mis preguntas encontraran respuesta.