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Rebecca Ley, The Guardian

Unos días antes de que papá entrara en la residencia, cuando ya todos sabíamos que tenía demencia pero aun seguía viviendo en su propia casa, bajé desde Londres a visitarle y fuimos a dar un paseo por Penzance para comprar algo para el almuerzo. Caminaba algo inseguro, pero bien, y uno de sus cuidadores se había encargado de que fuera elegantemente vestido con uno de sus muchos abrigos. Cualquier persona que le hubiera visto por la calle, sin pararse a hablar con él, jamás habría pensado que le pasaba algo.

Como si lo supiese, Papá iba saludando a casi todas las personas con las que cruzamos durante el paseo.

 “¿Qué hay muchacho?”, dijo dirigiéndose a un chico con cola de caballo y aire astuto que asintió con la cabeza en respuesta.

 “Hola, señora”, saludó a una anciana, que le respondió con una leve sonrisa.

Me sentía tan avergonzada como me habría sentido con 15 años. No hay nada como la calle principal de la ciudad natal de uno para hacerte revivir nuevamente todas esas inseguridades que quedaron atrás hace ya mucho tiempo. Especialmente cuando se está paseando por ellas en compañía de un padre con demencia totalmente impredecible.

 “Es por aquí, papá”, le dije, ya que estaba yendo en la dirección equivocada.

 “¿Qué?” preguntó sonriéndome distraído.

 “Rowe´s está por aquí”, le indiqué. “Quieres un pastel de ahí ¿verdad? Son tus favoritos”.

 “Sí”, contestó Papá repentinamente ágil. “Así es”.

Empezamos a subir por Causeway Head. Penzance, como de costumbre, estaba llena de personas malhumoradas, madres adolescentes y jóvenes jugadores rugby. Un mendigo, sentado en el suelo, fumaba en pipa mientras su perro descansaba hecho un ovillo sobre un trozo de cartón junto a él.

Y entonces, finalmente, papá decidió llamar la atención de alguien; lanzó uno de sus muchos saludos cuya finalidad no era otra que persuadir a la otra persona a acercarse para charlar. Esta vez era un hombre de su edad, con las mejillas coloradas fruto de las horas pasadas en el pub.

Papá estaba muy emocionado. “¿Todo bien, Stevie? preguntó. ¿Cómo estás?

 “Oh, muy bien”, respondió el hombre sonriendo. Desde cerca se podían ver las venas que surcaban sus mejillas. “¿Cómo estás, Peter?”

 “Fenomenal”, dijo mi padre, radiante. “Vengo con una de mis hijas”.

Me señaló, como si aquel hombre no pudiera verme allí de pie.

 “Hola”, dijo Stevie. Su expresión era sutilmente divertida, y yo me preguntaba si realmente conocía a Papá o no.

 “Hola”, respondí, aunque en realidad pensaba que quería desaparecer, que quería mi pastel, que no me apetecía nada pararme a charlar con aquel viejo conocido de mi padre.

 “Ha venido desde Londres ¿verdad?” dijo Papá.

 “Sí, eso es. Llegué anoche mismo en tren”, comenté yo. Esto era todo lo que estaba dispuesta a decir.

 “Es periodista”, informó Papá.

 “Oh, qué bien”, dijo Stevie.

Yo asentí con la cabeza.

 “Es la editora del periódico TheTimes”, continuó diciendo Papá lleno de orgullo. “¡La editora del Times nada menos!”.

Stevie abrió los ojos con sorpresa y dejó escapar un silbido. ¡Fantástico!, exclamó.

 “Ejem…, no”, respondí ruborizada. “He trabajado allí, pero no soy la editora”.

 “Aún así”, dijo Stevie mirándome a los ojos. En ese momento me di cuenta de que sin duda conocía a Papá de antes. “¡Periodista en Londres no es poco! ¡Está genial!”.

 “Gracias”, contesté. “Ha sido un placer conocerle pero nos tenemos que ir ya”. Agarré a Papá del brazo y tiré de él para intentar llevármelo a pesar de que se mostraba reacio a marcharse. “Venga, vamos, que tenemos que ir a comprar el almuerzo…”, le rogué.

Esperé hasta que Stevie estuvo a una distancia prudencial para reprenderle. “Papá, no puedes ir por ahí diciéndole eso a la gente, no es cierto, y me pones en una situación muy embarazosa”.

Por su parte, Papá se adelantó y comenzó nuevamente a agitar la mano saludando a alguien que estaba en la acera de enfrente.