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Rebecca Ley, The Guardian

Es increíble el tipo de cosas que una persona con demencia aun guarda en su mente. Puede haber olvidado qué es una pizza o cómo hacer un sándwich, y sin embargo, una conversación que sucedió hace 40 años sigue ahí, aflorando a la superficie como el día que tuvo lugar.

Cuando Papá comenzaba a mostrarse realmente confuso, de algún modo extraño, durante mucho tiempo, hubo ciertas cosas que parecían  no verse afectadas por su enfermedad. Si se hablaba con él de estos temas, tal era la magnitud de su memoria, que casi se podría estar convencido de que estaba bien.

Muchos de estos persistentes recuerdos estaban relacionados con los viajes al extranjero, una de sus mayores pasiones. En particular, los dos años que mi madre y él pasaron en unas islas remotas del Pacífico cuando mi hermana y yo éramos pequeñas.

Kiribati, ese era el nombre del archipiélago del Pacífico en el que vivíamos. Y sin ir más lejos, el año pasado, cuando todo lo demás parecía derrumbarse a su alrededor, él aun podía señalarlo en el mapamundi que tenía colgado en la pared de su casa.

¡Ahí están! decía triunfalmente. “Aquí es donde vivíamos”.

Unos puntitos diminutos en mitad del océano, como sal derramada, a cientos de kilómetros de ninguna parte, ajenas a mayoría de las cosas que ocurren en el resto mundo, y sin embargo poderosamente significativas para él.

Cuando vivíamos allí él ejercía de “amo de casa”, un concepto nuevo a principios de los años 80, mientras mi madre trabajaba como médico de cabecera para la comunidad. Él intentaba ejercer su papel de la mejor manera posible,  hacía pan, nos leía cuentos, se encargaba de venir a buscarnos a la guardería…

Cuando tuve edad suficiente para empezar a ir a la escuela local, que estaba una isla diferente, cada mañana me llevaba hasta el ferry y se quedaba de pie en el embarcadero viendo como el barco se alejaba.

No me acuerdo mucho de aquella época, pero hay tantas fotografías de entonces que cada imagen de ellas parece un recuerdo propio.

Mis padres, delgados y morenos, fumando cigarrillos. Las furgonetas pick-up pegadas a nosotros en la carretera, la brisa cálida alborotando nuestro pelo. El hombre de la tienda, poco más que una choza, del que Papá se hizo amigo. Correr con mi hermana a través de arena salpicada de palmeras. El mar turquesa. El tiburón muerto que encontramos flotando en la orilla un día mientras nadábamos, y que nos dejó tan alucinados....

Ciertamente, no es de extrañar que todo aquello permaneciera en la mente de Papá durante tanto tiempo. Cuando era niña daba estas cosas por sentado, pero ahora que soy yo misma quien tiene una hija pequeña he renovado mi admiración por el espíritu aventurero que nos llevó hasta allí. Aquel lugar estaba en medio de ninguna parte, y si a alguno de nosotros le hubiera pasado algo, indudablemente habríamos estado demasiado lejos de cualquier cosa parecida a un hogar.

Este lugar volvió de nuevo a mi vida hace algunos años, cuando un periódico para el que trabajaba me hizo regresar allí, con la consiguiente emoción de Papá, para informar sobre el aumento del nivel del mar y sus consecuencias al hacer que las islas se estuvieran hundiendo lentamente. El viaje duró 48 horas. Después de volar a Australia, tuve que coger el pequeño aeroplano que todavía, semanalmente, vuela hasta Tarawa, el atolón principal en el que nosotros vivíamos.

En el mismo momento de desembarcar, sentí como todo lo que creía no recordar se agolpaba en mi mente de repente. Eso es, pensé, lo reconozco. ¿Cómo pude haberlo olvidado?

Sin embargo, la sensación también fue de tristeza, y es que hoy en día Kiribati no es un lugar particularmente agradable. Está descuidado, abandonado al cambio climático, sin ningún tipo de ingresos provenientes del turismo; hay montones de basura descomponiéndose en las playas y los perros callejeros deambulan en grupos por todos lados.

En los 30 años que han pasado desde que vivimos allí, ha entrado en decadencia. Es un  destino que Papá jamás habría podido imaginar mientras estábamos en aquel lugar, igual que no tenía ni idea del cruel giro que su propio futuro le deparaba.