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Rebecca LeyThe Guardian

Sonó el teléfono y era mi hermana. “Pensé que te gustaría hablar con él”, me dijo. “Llegué después del trabajo y...”, calló sin terminar la frase. Hubo un murmullo de fondo, un ruido sordo amortiguado. “¡Papá!”, la oí llamarle. “Papá ven aquí. No, allí no. Aquí. Está Bec al teléfono”.

Esperé mientras me lo imaginaba dando vueltas por el dormitorio de su residencia. Y es que, según tenía entendido, estaba demasiado mal como para poder contestar una llamada.

 “Hola, lo siento...” Dijo mi hermana de vuelta. “Estaba intentando irse pero ahora ya está aquí”.

 “Pónmelo”, le pedí. Hacía un montón de tiempo que no hablaba con papá por teléfono. Antes de que enfermara, él solía llamarme a cada rato para contarme como le iba la vida, el progreso de sus tomates, cuántos barcos podía ver a través de sus prismáticos, su última riña un vecino… Incluso después de que fuera diagnosticado, cuando todavía vivía en casa, solíamos hablar regularmente. Por aquel entonces él no podía marcar, pero su cuidador llamaba y me lo pasaba. Yo le preguntaba si había comido empanada para almorzar, qué tal estaba el tiempo o qué había hecho ese día.

A medida que la enfermedad avanzaba, sus respuestas se iban haciendo cada vez  más confusas. “Oh ya sabes, esa cosa...” decía. “Esa cosa, comoquiera que se llame”.

Pero desde que se mudó a la residencia, incluso estas conversaciones fragmentadas se habían terminado. Cuando trataba de llamar, el personal, amablemente, me dejaba claro que era incapaz de mantener una conversación.

 “¿Hola? ¿Papá?”, dije. Él no respondió, pero le oía respirar fuertemente, y a continuación, aclararse la garganta de esa manera tan familiar. Podía verlo mirando a mi hermana para recibir indicaciones. Confiado. Beligerante.

 “Di hola”, le dijo  mi hermana pacientemente.

 “Hola”, repitió Papá. “¿Hola?” Sonaba como si estuviese usando esa palabra por primera vez.

 “Hola, Papá”, le contesté. “¿Cómo estás?”

Me quedé esperando una de sus típicas respuestas del estilo “aún no me he muerto”. Pero no llegó. No dijo nada.

 “Perdón”, dijo mi hermana, tomando el control nuevamente. “Como estaba preguntado por ti, pensé que tal vez podría funcionar”. Se la oía afectada.

En ese momento, en segundo plano, oí que mi padre decía algo.

 “Wekker-weks. Wekker-weks”. Papá me estaba llamando por el apodo que me había puesto cuando era una niña, como si me hubiese escondido debajo de la cama o en el armario.

 “Pónmelo otra vez”, le pedí. Me dio un vuelco el corazón. Estaba preguntando por mí. No sabía que todavía pudiera hacerlo.

Mi hermana obedeció. “¡Papá!”, le dije de nuevo intentando transmitir a través de la voz toda mi emoción. “¡Soy yo! Wekker-weks”. Esperaba que al repetirlo se estableciera una conexión en su cerebro esclerótico. “¿Wekker-weks?” Ahora Papá sonaba más vacilante.

 “¿Qué tal? ¿Qué haces?”, le pregunté.

Hubo una larga pausa.

 “Bebiendo cerveza”, dijo por fin. A continuación se echó a reír.   

“¿De verdad?”, contesté. “Eso es fantástico, Papa”.

 “Ya ves”, dijo. “Así voy. Hay que poner un poco de orden por allí”.

 “Oh”. Me entristecí de nuevo. “Claro”.

 “Así está bien. Por allí. Hay que cortar aquellos setos”.

Escuché un ruido como si hubiera soltado el teléfono. Pude oír como se alejaba arrastrando los pies mientras que esas zapatillas que ahora lleva todos los días, golpeteaban el linóleo. Dijo algo más, pero no alcancé a entenderle. “Lo siento”, volvió a decir mi hermana de nuevo. “Pensé que podría funcionar”.

 “Anda, no me seas”. Le dije. “Ha sido una idea estupenda”.

Nuestra decepción mutua se podía palpar a través de la línea. Otra cosa más que quitar de la lista. Colgamos, sin embargo yo había podido oírle llamarme de nuevo por aquel viejo apodo. Él era el único que me llamaba así. Parece poco probable que vuelva a escucharlo otra vez.