Comentarios / Añadir Comentario

Rebecca Ley, The Guardian

La cuestión de cómo vamos a morir es algo que la mayoría de nosotros no quiere plantearse. Pero cuando tienes a un ser querido con una enfermedad grave, se hace más difícil de ignorar. Lo cierto es que, desde hace un año, cuando Papá empeoró considerablemente y su calidad de vida se hizo ínfima, no puedo dejar de pensar en ello.

No quiero que muera; el solo hecho de pensarlo me corta el aliento. Pero si su cabeza estuviera bien, estoy prácticamente segura de que nunca habría elegido la existencia que tiene ahora. No querría estar enclaustrado en una sala, sentado sin hacer nada, y esperando a que alguien le cambie la ropa cuando se ensucia.

Lo cierto es que mi miedo a que nos deje no es más que el deseo egoísta de no perder a un padre que ya se ha ido hace mucho tiempo. Ese padre independiente, perspicaz y orgulloso que en algún momento, estando distraída, se fue sin yo darme cuenta, hasta que un día al despertar fui consciente de que no volvería a verle nunca más. Eso es lo extraño de la demencia avanzada. Sientes la pérdida de alguien que todavía está aquí. Pero no puedes llorar a gusto porque sabes que aún queda por venir un último escollo que  debes soportar. Es algo indiscutible que acecha detrás de cada nueva indignidad a la que se enfrenta.

Y obviamente, queremos que su final, cuando llegue, sea lo mejor posible. Todos nosotros, como familia suya que somos, ya hemos dejado claro que no queremos una excesiva intervención si su estado empeora. Nada de tubos para alimentarle, operaciones invasivas o RCP; que seguramente sólo prolongarían su sufrimiento.

Queremos que esté cómodo cuando llegue el momento, rodeado y apoyado por sus seres queridos. Pero no puedo evitar preocuparme – ¿qué pasa si no es así? ¿Qué pasa si no podemos llegar a tiempo a la residencia? Es poco probable que todo ocurra de manera repentina, lo sé, pero al menos yo, tengo un importante viaje desde donde estoy hasta allí.

Y ¿cómo sabremos si está sufriendo un dolor terrible? Después de todo, él no nos puede decir cómo se siente, así que no hay ninguna forma real de que sepamos cómo lo está pasando.

Por supuesto, la muerte es siempre un viaje que uno emprende solo. Pero para aquellos con demencia, esto quizás es aún más cierto, ya que el viaje que los aleja del resto de la gente comienza antes.

Hay una parte buena en el hecho de no plantearse el momento del fallecimiento. No creo que Papá sepa lo que le está pasando. Está molesto y frustrado, pero no creo que sienta ese miedo a morir de la misma manera que alguien con la mente lúcida. Sin embargo, su situación también implica que, a diferencia de muchas otras personas mayores con enfermedades terribles, es poco probable que él se “apague”, o se “deje ir”, o   experimente cualquier otro eufemismo de los que se utilizan para describir la decisión propia de renunciar a la vida. No habrá ese elemento de voluntad, independientemente de lo doloroso que pueda ser.

Cuando mi abuela, que había estado ciega durante mucho tiempo, llegó al final de su vida, quedó patente que ella misma había decidido que había llegado el momento de partir. Dejó de comer, perdió todo interés por su entorno y le dio la espalda al mundo, como decía mamá.

No fue exactamente una decisión consciente, pero había un elemento de control sobre su muerte. ¡A la mierda con todo!, parecía estar diciendo, ya he tenido suficiente.

Pero para aquellos con demencia, la simbiosis entre mente y cuerpo ha desaparecido. No van a decidir que su existencia es, simple y llanamente, demasiado terrible, y dejar de comer; el cuerpo abogará siempre por vivir, alejándoles del abismo una y otra vez.

Esto mismo lo vimos con Papá hace unos meses, y aunque, en cierto modo, estoy agradecida de que su cuerpo luchará tanto como pudo, me hace preguntarme una y otra vez si esa hubiera sido su decisión.