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Rebecca Ley, The Guardian

Cuando, hace unos meses, trasladamos definitivamente a papá a la residencia, asumí que continuaría llevando a mi niña a visitarlo. Cuando un estaba en su propia casa, con cuidados a tiempo completo, él adoraba sus visitas. Hace tan solo unos pocos meses, en enero, él la alzaba en brazos ensalzando sus encantos. “¡Mira esas mejillas! ¡Esos ojos! Esto sí que es un bebé bonito...”

Me plantee la cuestión preocupada porque la pudiera dejar caer, pero encantada a su vez de poder ver como su incipiente relación evolucionaba. Sin embargo, luego fui por primera vez a la residencia a visitarle. “En principio ve sola”, me dijo mi madre. “Ya pensarás después si llevarla a ella o no”.

Mi reacción, tras comprobar mi propio impulso de querer escapar por la primera ventana que encontrase, fue inequívoca: Nunca jamás llevaría allí a mi hija.

Para empezar, ella se aterrorizaría. Por las caras grotescas, los olores extraños, el hombre que grita cada tres minutos como una alarma de coche que funciona mal, y la sensación de asfixia que produce una sala llena de personas que raramente salen de ella.

Pero más importante quizá, es que creo que su presencia podría resultar tremendamente perturbadora para los residentes.

Allí las personas mayores están muy lejos de que los niños les resulten encantadores. Han vuelto al principio, y ellos mismos están demasiado cerca de la impotencia de la infancia como para disfrutar del comportamiento alegre y lleno de vida de un niño pequeño. De hecho, creo que este exceso de juventud les resultaría muy inquietante. Exuberancia, energía, esperanza; todas esas cosas que ahora se les niegan y cuya manifestación no haría otra cosa que desconcertarles.

Mi padre probablemente sería el más afectado. No creo que la reconociera. Sin embargo podría sospechar que debería hacerlo, y esto le provocaría una de esas agonizantes búsquedas de cognición que ahora él emprende a veces. Les duele mirar y debe ser horrible de sobrellevar. No quiero que pase por esto.

Pero es triste, más cuando él era genial jugando a todas esas cosas que a ella le encantan como las peleas de cosquillas, a hacer el avión o las carreras a caballito.

A veces me sorprendo haciendo con ella las mismas cosas que  él solía hacer conmigo, recuerdos de la infancia que afloran espontáneamente. Le toco la punta de la nariz y pito, como si fuera el claxon de un coche. La persigo a gatas gruñendo. Le hago cosquillas en las rodillas para hacerla reír…

Deseo que él aun pudiera hacer estas cosas. Me encantaría haber tenido el tiempo suficiente como para que ella tenga recuerdos de  él. Pero eso no va a pasar nunca.

Me siento muy culpable. Debería haberla llevado a Cornwall más a menudo antes de que  él llegara a este punto, cuando todavía era capaz de reconocerla y podía pasearla tranquilamente en su cochecito por el paseo Penzance.

Sin embargo era difícil llegar hasta allí. Las exigencias de la maternidad y del trabajo, unidas a la perspectiva de un viaje en tren de seis horas con un niño inquieto, dieron como resultado que fuéramos a visitarle muy de vez en cuando.

Lo cierto es que entonces pensaba que aun había tiempo suficiente. No era consciente de lo rápido que iba a ser su deterioro. Ahora me gustaría poder retroceder en el tiempo. Volver solo unos pocos meses atrás, cuando aún quedaba lo suficiente de él como para poder tener una relación intermitente. O, mejor aún, a cuando yo era joven y  él también, a cuando aun tenía fuertes brazos, un gran pecho y un peculiar sentido del humor. A cuando todavía era, para mí, la persona más poderosa que podía concebir.

Es lo irrevocable de esta situación lo que duele tanto. Nada de lo yo pueda hacer va a cambiar lo que le ocurre ahora. En definitiva, nada de lo que ninguno de nosotros hace tiene demasiado efecto sobre las cosas importantes. Esta lección sobre la fragilidad humana es imposible de olvidar. Así que seguiré tocándole la nariz a mi hija y pitando como una loca, ejecutando ese software de madre que no consigo recordar cómo se instaló. Eso es lo más cerca que su nieta pequeña estará de él ahora.