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Rebecca Ley, The Guardian

La colección de objetos que hay en el jardín es realmente curiosa. Unos cuantos tablones de madera, un cartel vintage del muñeco de Michelin con su típica figura de malvavisco y un archivador todo cubierto de pegatinas.

Forman parte de los últimos vestigios del arduo proceso de vaciado del garaje de mi padre, un trabajo que le ha llevado a mi madre semanas concluir.

Ella había ido posponiéndolo hasta ahora. Hace ya meses que llevamos toda su ropa a la tienda de caridad, se hizo una sección de sus papeles y se vendió su amada caravana.

Pero meterse con el garaje era otra cosa. Era su taller, era enteramente el espacio de Papá y sólo él sabía moverse en él. En el mejor de los casos, mi padre no era un hombre especialmente ordenado, así que es comprensible que la perspectiva de tener que encargarse de organizar todas sus cajas de herramientas, viejos trozos de maquinaria y brocas, resultara desalentadora.

Más aún, éste era el último lugar donde todavía existía un recuerdo tangible de quién era antes de la enfermedad. Como el misterioso bergantín Mary Celeste, todo lo que había en su interior se había conservado intacto, sólo faltaba el hombre que le diera vida.

La evidencia de que estaba trabajando intensamente en alguna cosa permanecía intacta: virutas de madera desperdigadas por el suelo, una taza hace mucho tiempo olvidada después de tomar un té, un montón de clavos rebosando de una caja de plástico…

Sin embargo, había llegado el momento y mi madre se encargó del trabajo, vendió las cosas que tenían algún valor y tiró el resto. Ella ha obtenido el permiso necesario para poder convertir el garaje en un apartamento, y tiene previsto hacer un refugio minimalista con calefacción por suelo radiante.

Todo lo contrario al desordenado taller de Papá.

Por supuesto, esto es lo más sensato que se puede hacer, en lugar de dejar que todo se oxide en un espacio desaprovechado. Tenía que pasar, y ha llegado el momento de seguir adelante.

Pero al abrir la puerta del garaje y ver la evidencia de su labor, se me hizo difícil no sentir una punzada de dolor. El olor era exactamente el mismo que había habido siempre. Polvo y aceite, y algo casi dulce.

Todavía estaba pegada en la pared la imagen de un minero de Cornualles, que Papá recortó de una revista en aquella época en la que el cierre de las minas estaba destrozando el condado.

Y todavía estaba su foso para inspeccionar coches, cubierto con tablones, esperando a ser abierto para recibir el vientre de un nuevo vehículo.

Toda la estancia estaba planeada exactamente cómo Papá quiso. Él mismo había construido su garaje – con la ayuda de un amigo – y era espacioso, con un gran banco bajo la ventana y estantes en la pared, además de una escalera que llegaba hasta el techo, donde almacenaba porquería. Desde fuera parece una pequeña casita, con paredes de granito y techo de pizarra, canalones y un precioso trabajo de pintura.

Le recuerdo construyéndolo, y absolutamente orgulloso de sí mismo cuando terminó el trabajo. Él solía desaparecer allí durante horas, concentrándose en su importante labor que realmente nunca parecía llegar a nada. Papá compró varias mordazas, sierras y lijadoras con las que estaba absolutamente encantado, aunque no lograran suscitar demasiado entusiasmo entre sus hijas.

Aunque eso no significara que no tratase de engancharnos para que le echáramos una mano. Recuerdo fines de semana en los que a ratos ejercía de “ayudante”, y como a mí me parecían horas. Yo permanecía allí de pie sujetando  alguna parte del taladro o un destornillador, como una enfermera asistiendo a un cirujano.

En aquel momento todo aquello resultaba tremendamente aburrido, pero ahora valoro muchísimo esos recuerdos. Preciosos recuerdos cotidianos que uno no aprecia hasta que desaparecen.