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Rebecca Ley, The Guardian

A veces, después de un largo día escuchando las sirenas y los helicópteros de policía que suenan constantemente en el céntrico barrio de Londres en el que vivo, echo de menos el mar. Añoro ver el horizonte, la sal en cada inspiración, el graznido de las gaviotas que solían colarse  por la chimenea de mis padres. Y me parece imposible estar viviendo en lugar tan lejos de la costa, tan decididamente urbano.

Sin duda alguna mi padre no habría podido tolerar esta vida que ahora llevo, tan lejos del agua. El mar era importante para él, no solo porque su sueño más ferviente era salir a navegar en el enorme barco que estaba construyendo. Sino mucho más aun, Papá llevaba el mar en la sangre.

Si vives en Cornwall, el mar nunca está lejos. Es el telón de fondo de la normalidad y la sorprendente visión de color índigo que se tiene cuando se hacen cosas tan simples como acercarse hasta el Banco, o mientras sacas la basura, es adictiva. Los lugareños sienten un discreto, pero feroz orgullo por él, y los visitantes quedan enganchados, renegando para siempre de la vida de ciudad.

Mi familia y yo vivíamos a escasos metros de la playa. El mar era diferente cada día, nunca tenía el mismo color dos veces.

En  invierno, visto desde el camino del acantilado,  a menudo se mostraba como una masa gris hirviente, pero en verano sin embargo era nuestra fuente de entretenimiento. Ahora que soy tan cobarde con respecto a la temperatura, me parece increíble, pero tan pronto como el tiempo empezaba a estar soleado – quizás por Pascua – comenzábamos a ir a nadar. En un buen verano podíamos hacerlo todos los días.

Incluso entonces, no había manera de evitar lo fría que estaba el agua. La única opción era sumergirse totalmente para dejar que el terrible frio se calase hasta los huesos. Después ya no lo sentías.

Y a nadie le gustaba esto más que a Papá. Para él, una tarde de verano perfecta era salir temprano del trabajo para venir casa e ir a nadar, superemocionado o, como él solía decir, “como un caballo desbocado”.

Siempre trataba de convencernos, a las chicas, de que usáramos las aletas, ya que así podríamos bajar hasta las profundidades con él. Incluso atravesando los oscuros y frondosos grupos de algas que hacían desaparecer el turquesa del agua, siempre me sentí segura yendo con él a la  cabeza. Por aquel entonces mi padre era invulnerable.

A veces pasaba nadando a nuestro lado una foca, ladeando su regordeta cabeza gris, con sus ojos de Bambi llenos de curiosidad. Ocasionalmente hacíamos una pausa en una roca sumergida, donde de repente las aletas perdían su poder y hacían torpes nuestros pies.

A Papá no solo le gustaba estar en el agua. También adoraba  el gran barco en el que estaba trabajando, tenía una embarcación más pequeña que guardaba en la grada náutica que había en la cala donde vivíamos. Pintada de azul marino, la había bautizado con el nombre de Saucy Sue, en honor a mi madre. Solíamos usarla para salir a pescar, cogíamos caballas que coleaban bajos nuestros pies hasta morir, exudando una sangre sorprendentemente roja, y que más tarde haríamos a la barbacoa

Algunas veces íbamos de visita a otra playa o a nadar a  alta mar.

Cuando volvíamos a nuestra cala, teníamos que arrastrar el barco por la rampa con ayuda del cabestrante, moviéndolo lentamente sobre esa mezcla de arena y granito hasta devolverlo a su lugar de descanso.

Estas salidas eran un buen ensayo, ya que cuando resultaban exitosas, los planes que tenía mi padre para su otro barco, el grande, Morgelyn, cobraban una nueva intensidad. No faltaba mucho para que estuviese listo y después todos juntos nos echaríamos al mar, navegando por el mundo bajo una puesta de sol tropical.

Esto no sucedió nunca. Pero la importancia de tener un horizonte hacía el que navegar fue clave para él. De hecho, para mí es inseparable del concepto que tenía de él, y por tanto, es difícil pensar en él tal y como está ahora, sin poder ver el horizonte y con escasísimas probabilidades de que vuelva a sentir de nuevo la brisa marina en su cara.