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Rebecca Ley, The Guardian

No soy capaz de imaginar a Papá en una silla de ruedas. Mi imagen mental de él no está lo suficientemente recalibrada. Sin embargo, ahora él utiliza una para las salidas ocasionales que hace, de vez en cuando baja con ella hasta el pub local para tomar una pinta, o la usa si sale a pasear por la tarde. De pie está demasiado inestable como para manejarse por sí mismo, y cuando voy a verle, puedo comprobar su debilidad de primera mano; viene arrastrando los pies por el pasillo de la residencia, dando bandazos de un lado para otro como si estuviera en medio de una tormenta en alta mar.

Aun así, a pesar de la evidencia, cuando estoy lejos de él me cuesta asimilarlo. En mi cabeza, cuando no le veo, mi padre es como siempre fue: alto, fuerte y siempre atareado.

Tal declive físico, unido a todo lo demás, parece demasiado injusto. Precisamente cuando empezábamos a asimilar su deterioro mental, ocurre esto también.

Para mí, Papá siempre será esa figura que caminaba delante de mí por el camino que lleva al acantilado, con nuestro perro Jack Russell pegado a sus talones.

A menudo íbamos a pasear juntos, generalmente por el promontorio que había por detrás de casa, haciendo una ruta a la que llamábamos “hasta los cohetes y volver” por un par de postes de señalización con forma de cono que hay en la parte más alta del acantilado, y que no parecen otra cosa que dos cohetes saliendo disparados a 12 pies por encima de las aulagas. Uno es rosa, y el otro blanco y negro, y cuando los marineros salen al mar los alinean, marcando la posición de una boya que hay en un pináculo rocoso particularmente peligroso llamado el Runnel Stone.

Siempre seguíamos la misma rutina. Primero, Papá decidía cuál de sus prismáticos iba llevar. Tenía varios, clasificados según su valor, con los Leicas en la posición de cabeza.

Una vez tomada aquella decisión, teníamos que elegir, de la enorme pila que había en el armario, qué sombreros íbamos a ponernos. Si chispeaba, nos poníamos los sombreros con pompón que picaban, y si hacía sol llevábamos unos enormes Panamás.

Así, finalmente salíamos de casa bajando por el camino que había frente a ella, siempre seguidos por un montón de pequeños animales, entre los que a veces estaba el gato de la familia, un siamés especialmente astuto.

A mitad de camino hacíamos una parada para coger un par de “palos” de los arbustos de tamarisco que había por todas partes en la zona donde vivíamos. Papá les quitaba las hojas, así que luego parecían enormes y flexibles colas de ratas. Yo también cogía uno, pero siempre más pequeño que el suyo.

Por alguna razón, a Papá no le gustaba caminar sin ellos. En aquel entonces no lo hacía porque los necesitara para apoyarse, yo creo que era más bien por seguir la tradición de lo que un hombre de campo debía hacer, y también porque resultaban reamente útiles a hora de señalar cosas.

Y hablando de señalar ¡madre mía!, cada paseo era como una pequeña lección. A cada paso me preguntaba por los nombres de las diferentes plantas que nos íbamos encontrando por el camino; la colleja rosa, el ajo silvestre, los enormes montones de montbretias naranjas…

También, ayudados por los prismáticos, identificábamos los barcos que se avistaban en el horizonte: petroleros, buques, el ferry de Scillonian haciendo su peregrinación diaria a las islas de Sorlingas… todos tenían que ser clasificados y analizados.

En los días brumosos nuestras conversaciones se veían interrumpidas  por el espeluznante quejido de la boya que había en el Runnel Stone . Y cuando estaba despejado, hacíamos una parada en lo más alto de la empinada subida para disfrutar de las vistas: los acantilados de granito, el mar y  tal vez, si teníamos suerte, algún delfín o una foca. Luego, con el piloto automático puesto, emprendíamos la vuelta encaminando nuestros pasos por la misma ruta que habíamos seguido tantas veces antes.

Lucho por asimilar que Papá ya no volverá a dar estos paseos. Ya nunca más recorrerá el acantilado de nuevo. Sin embargo, sé que cada vez que yo haga esa ruta, por muchos años que viva, él estará a mi lado. Sera como si simplemente no pudiera verlo porque en ese momento no se encuentre dentro de mi campo de visión.