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Rebecca Ley, The Guardian

Cuando mi esposo y yo llegamos a la residencia, Papá, con un falso sombrero de cowboy colgando hacia atrás, con su cuerda rodeándole la garganta,  estaba sentado agarrándole la mano a un cuidador al que no habíamos visto antes. Yo estaba nerviosa, me preocupaba que no fuera capaz de reconocernos, ya que mi hermana, que lo visita más regularmente, me había advirtido de que en los últimos días esto le había ocurrido en algunas ocasiones.

Sin embargo, mi preocupación no se vio fundamentada, y es que cuanto nos vio aparecer, la cara de Papá se iluminó como un árbol de Navidad. ¡Mis niños! dijo, así nos había empezado a llamar desde el momento en el que se le olvidaron nuestros nombres.

Yo suspiré aliviada. Sé que va a ocurrir muy pronto, posiblemente la próxima vez que vuelva, pero temo tanto la llegada del día en que me mire con total indiferencia que valoro hasta límites insospechados ese toque de familiaridad.

Por otro lado sin embargo, no estoy segura de que el momento de reconocernos sea fácil para él. Después de que su cuidador se marchara y nos sentáramos sonriéndole y bromeando sobre su sombreo, Papá comenzó a sollozar.

Apretó los puños y se frotó los ojos, estremeciéndose por la emoción. Luego se golpeó la cabeza, como tratando de sacudir su cerebro para ponerlo en marcha.

Sabe que somos importantes para él, pero no puede recordar por qué. “Oh Dios”, dice una y otra vez. “Dios mío”.

 “Me gusta tu sombrero, Papá”, le comenté por decir algo. “Es superchulo, ¿verdad?”

Papá se detuvo durante un minuto y me miró. Había olvidado que lo lleva alrededor del cuello.

 “Pruébatelo”, le pedí.

 “Sí, venga...”, dijo mi esposo. Ambos queríamos distraerle.

Papá lo hizo. Sus ojos estaban enrojecidos, el color avellana de sus iris estaba tan desvaído que llegaba a parecer azul. Se lo colocó y posó para nosotros inclinado la cabeza y haciendo una leve mueca, mientras sus ojos vidriosos asomaban bajo el ala del sombrero.

 “¡Guau, pareces un autentico vaquero, Papá!”, exclamé agradeciendo al atrezo esta distracción. En una visita anterior, yo ya me había percatado de que había un montón de disfraces de cowboy apilados en una esquina, pero hoy les estaban dando uso.

Un anciano que rodeaba la cintura de su cuidadora con el brazo como si estuviesen en una cita, pasó por delante con uno de color rosa. Hizo una seña con la cabeza a Papá, un gesto un tanto antipático y autoritario. Parecía estar diciendo “no pierdas de vista tu espalda forastero”.

Papá miró hacia atrás sin comprender nada, luego, lentamente se quitó el sombrero y comenzó a llorar de nuevo. Me pregunto si antes de que llegáramos estaba más tranquilo. A veces pareciera que el simple hecho de ir a visitarle le trastornara, como si nuestra presencia le hiciera recordar todas las cosas que ha perdido.

 “Ssssh, Papá”, le dije cogiéndole mano. “No pasa nada, nosotros estamos aquí”. Pero en mi interior sabía que en poco rato nos iríamos.

“¿Qué vais a hacer después?” preguntó Papá como si pudiera leerme la mente. “¿Adónde vais a ir luego?”

Busqué los ojos de mi marido. Estábamos visitando a Papá de camino a pasar una placentera noche en un lujoso hotel, mientras que mi madre se había quedado a cargo de nuestra hija pequeña. Una cara manera de poder dormir hasta tarde sin interrupciones.

 “Vamos a pasar la noche en un hotel, Papá”, le respondí. “En St Mawes”.

Papá arrugó la cara como si acabara de  probar algo amargo y exclamó “¡Puaj, St Mawes!”, con su tono lo decía todo. St Mawes está en la península de Roseland, es una zona de Cornualles mucho más elegante que aquella de la provenía Papá, y a la que, por ese mismo motivo, toda la vida ha despreciado sobremanera.

 “¿Qué se te ha perdido allí?” me preguntó tal y como lo hubiera hecho antes de su enfermedad. Sus ojos brillaban, y por un momento pareció aflorar su antigua personalidad de siempre.

Más tarde, llegamos a nuestro destino. St Mawes es precioso, y nuestro hotel un autentico lujo. Sin embargo, todos esos 4 x 4 y la enorme cantidad de chalecos acolchados y perlas, me hicieron pensar con nostalgia en el anciano que habíamos dejado en la residencia 30 millas atrás; todas estas cosas hicieron que irremediablemente me acordara de Papá.