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Rebecca Ley, The Guardian

Papá odiaba los coches, o eso decía siempre. Sin embargo eran una característica clave de su vida. Era propietario de un garaje, como su padre antes que él, y trabajó como mecánico y profesor de autoescuela cuando era joven. A pesar de todo, él siempre procuraba conducir el coche más pequeño y menos ostentoso que pudiera encontrar, y despotricaba contra los turistas que colapsaban los caminos rurales con sus enormes vehículos, con una especial animadversión, que nunca llegué a entender del todo, hacia todo aquel que condujera un Volvo.

  “Cerdos”, mascullaba entre dientes, desde cualquier coche diesel que estuviera conduciendo en ese momento. “Cerdos conductores de Volvo”.

A pesar de su antipatía, los coches le procuraban su sustento. Y sabía de lo que hablaba. Si hacemos caso a la leyenda familiar, al parecer, a los 9 años ya había modificado su primer motor, y en casa añadió a nuestro garaje un propia zona de boxes. A menudo, lo primero que preguntaba cuando conocía a alguien nuevo era sobre el coche que conducía. Esta información le ayudaba a clasificarlo.

Por todo esto, el hecho perder el carnet de conducir a causa de su enfermedad fue particularmente difícil para él. Y después solía quejarse constantemente. “Ahora ya no puedo ni conducir”, decía. “No puedo ir a ningún lado”.

Nosotros asentíamos amablemente, tratando de no mostrar lo aliviados que nos sentíamos porque finalmente se lo hubieran quitado. La verdad es que había estado conduciendo peligrosamente durante meses y la preocupación de que pudiera hacerse daño, o herir a un tercero, era constante.

Incluso lo organizamos todo para que hiciera una prueba de conducir antes de que su demencia fuera diagnosticada. Mi hermana y yo le llevamos a un centro de evaluación y esperamos mientras él hacía la prueba de conducción acompañado por un examinador.

Habíamos asumido alegremente que suspendería ya que a duras pena podía recordar el día de la semana que era, sin embargo, cuando terminó, papá regresó a nuestro lado radiante. Había aprobado y le habían dado la luz verde por otros seis meses más.

  “Ya os lo había dicho”, replicaba triunfalmente de camino a casa. “Todo esto es completamente ridículo”.

Todo lo que se me ocurre es que debían de tener el listón muy bajo. Aunque no se nos permitió estar en coche mientras se examinaba, sí que estábamos en la misma sala en la que realizo la prueba teórica donde debía demostrar sus conocimientos. De lo que puedo recordar, no tuvo exactamente una actuación estelar.

Todavía, en el mundo moderno, cuatro ruedas significan libertad, y es comprensible que revocar la licencia de conducir de alguien no sea fácil. De hecho, la capacidad residual de Papá para conducir se mantuvo más tiempo que otras muchas de sus habilidades. Después de que ya no fuera capaz de cocer un huevo o de cambiar los canales de la televisión, él aun conducía con el piloto automático, cambiando las marchas y rozándose con las esquinas como siempre había hecho.

Así que cuando finalmente perdió el carnet como una consecuencia automática de su diagnóstico, y justo antes de que terminara el plazo de los seis meses que le habían dado en el centro de pruebas, no sorprende que se resistiera ante esta nueva circunstancia. Durante meses, aun hablaría sobre los coches que conducía la gente, como siempre había hecho, regañando a mi marido por pasarse al lado oscuro y comprar un Volvo.

Ahora que todo se ha ido. Los coches forman parte del mundo exterior en el que ya no participa. Sin embargo, yo misma, cuando fui a Cornwall hace quince días para visitarle, lo hice conduciendo. Era la primera vez que me ponía al volante después de mucho tiempo, puesto que en Londres no tengo coche, y me sorprendió lo mucho que me hizo recordar a Papá. Él fue quien me enseñó a conducir tan pronto cumplí los 17, y apenas he cogido el coche desde entonces. Así que era casi como si le tuviera en el asiento del copiloto diciéndome que metiera quinta para ahorrar combustible o acelerara en las curvas porque era más seguro.

El contraste entre esa versión mandona que tenía de él en mi cabeza y el que me esperaba en la residencia fue tremendo, pero también lo encontré reconfortante; las lecciones que había aprendido hacía tanto tiempo aún estaban bien instaladas en mi cerebro aun cuando hubieran desaparecido del suyo.